miércoles, 9 de enero de 2008

PUNTO DECISIVO

El joven tenista, después de ganar el anterior punto en disputa, se limpió el sudor, de espaldas a la red, en uno de los rincones de la pista, al tiempo que escuchaba complacido la atronadora ovación que el público le tributaba. Se sentía satisfecho con el juego que estaba realizando, y, ahora más que nunca, dichoso por ver incrementadas sus posibilidades de triunfo. Cierto que estaba a un paso de la victoria en la final de Rolland Garros, pero no debía confiarse en absoluto. Frente a él se hallaba el campeonísimo Pete Sampras, indiscutible número uno de la clasificación mundial durante más de un lustro y brillante vencedor en medio centenar de torneos del circuito A.T.P., entre los que destacan más de una docena de grand slams, sin incluir en ellos el Abierto de Francia, la cita parisina que en ese momento le ocupaba y único torneo de los cuatro “grandes” con el que no había podido engrosar su envidiable palmarés. Sin duda, el adversario más temible de cuantos pudieran haberle tocado en suerte, pero también el que más prestigio otorgaría a su éxito, si finalmente éste llegaba a producirse, aunque tenía claro que el jugador norteamericano no le iba a facilitar la victoria, antes al contrario, vendería cara su piel, oponiéndole la mayor resistencia.
El joven tenista, tras secarse el rostro y las manos, devolvió la toalla al recogepelotas y se dispuso a recibir el saque de su contrincante. Mientras se situaba junto a la línea de fondo, paralelo al cuadro de recepción, un poco escorado a la izquierda, oyó la voz metálica del juez de silla que, por sobre la algarabía del público que se apagaba, anunciaba el tanteo: thirty-forty. Instintivamente alzó la vista hacia el marcador electrónico que coronaba uno de los frontis del recinto deportivo y vio, en efecto, cómo junto a su nombre se alineaba un luminoso 40, en tanto que en la fila del rival se reflejaba el número 30.
--Match point --pensó-- Ahora es la mía.
En el otro extremo de la cancha, cariacontecido por el rumbo del encuentro, Pete Sampras, con la cabeza gacha y la mirada quieta en un punto fijo de la arcilla del suelo, buscaba la concentración, sin dar crédito a lo que le estaba sucediendo. Durante un rato permaneció inmóvil, sin mover un solo músculo del cuerpo; tras volver en sí, se limpió la frente con la peculiar manera que lo caracteriza, arrastrando el reverso del dedo anular por encima de las cejas y sacudiéndolo al aire. A continuación, con el mudo gesto de alargar el brazo izquierdo, solicitó bolas a uno de los muchachos recogepelotas. Con ceremonial parsimonia examinó hasta cuatro de ellas, seleccionando las de mejor textura y mayor presión, para, por fin, desechar dos y quedarse con el otro par. Se guardó una bola en el bolsillo del calzón y botó la otra golpeándola con la raqueta. El veterano tenista se disponía a defender su servicio para evitar la inminente derrota ante el bisoño jugador procedente de la fase previa, y, sobre todo, para no desaprovechar quizás la última oportunidad que le deparaba el tenis de ganar en las instalaciones del Bois de Boulogne.
Colocó la punta del pie izquierdo por detrás de la línea de fondo, a menos de un metro de la marca que señala el centro de la raya, encorvó el cuerpo flexionando las piernas, se acomodó el puño de la raqueta a la mano derecha, y con la otra botó la bola, una, dos, tres veces... cuando de repente el público rompió en aplausos, trac trac trac, en progresión ascendente, en un postrer intento de insuflar ánimos al campeón. Sampras dejó de botar la pelota, giró sobre sí mismo, y se alejó varios pasos de la línea que delimita el rectángulo de juego, buscando nuevamente la concentración. El árbitro tuvo que intervenir en varias ocasiones para acallar el clamor del gentío.
--¡S`il vous plaît! ¡Silence, s`il vous plaît!
Entretanto volvía el silencio a las gradas y se reanudaba la contienda, por la mente del novel aspirante circulaba veloz, como fogonazos de imágenes soñadas, toda su trayectoria por el reputado torneo de Francia. Las nueve eliminatorias que había jugado hasta llegar a la final se le aparecían ahora como nueve secuencias de una misma película, incluso con escenas repetidas, donde se veía multiplicado, alzando los brazos, en señal de victoria, a los cielos de París. En todos los partidos había tenido que batallar con denuedo para salir airoso, pero en ninguno pugnó tanto como en el cuarto de su cuenta particular, ya en primera ronda del cuadro absoluto. Después de competir con tres inafamados tenistas como él, el bombo del sorteo lo emparejó con el campeón de la edición anterior, el brasileño Gustavo Kuerten. Fue, sin duda, la eliminatoria más trascendente; no sólo porque a la postre resultara la más competitiva de todas, sino porque al margen de colmarle de confianza le allanó su estancia en el torneo. Había llegado desde El Rubio a París sin nada en su mochila, salvo ilusiones, y la victoria ante Kuerten contribuyó fundamentalmente a que los mass medias propagaran su situación. Se supo entonces que el joven tenista no tenía entrenador, ni patrocinadores, ni apenas raquetas; que jugaba siempre con las mismas zapatillas, que lavaba su indumentaria en una fuente pública y que dormía en un parque a la intemperie. En seguida todo se solucionó. De la noche a la mañana su situación cambió de manera radical, mayormente después de superar en la siguiente ronda al francés Cedric Pioline. Le llovieron las ofertas que intentaban favorecerlo, y la prensa ya no hablaba tanto de sorpresa y sí de un nuevo talento. Todo eran elogios. Luego ganó al chileno Marcelo Rios y creció la estimación por su tenis. Las apuestas británicas sufrieron una enorme convulsión al no tenerlo incluido en la lista de posibles ganadores. En octavos venció al sueco Norman y se consolidó como un firme candidato al triunfo; en cuartos eliminó a su compatriota Alex Corretja; y en semifinales al genial e imprevisible ruso Marat Safín, en un partido espléndido.
Su recorrido imaginario por el torneo había aislado al joven tenista de su fabulosa realidad. Se hallaba en la pista central totalmente abstraído, como fuera de sí, repasando la final contra Sampras, cuando advirtió que éste solicitaba su atención, mostrándole la bola desde lejos. El joven tenista respondió a la llamada del americano gesticulando a su vez con la mano alzada y se preparó para recibir el saque. Sampras volvió a situarse junto a la línea de fondo, encorvó el cuerpo, botó la pelota varias veces y la lanzó al aire, impactándola fuertemente con la raqueta. El zurdo tenista se movió rápido para devolver el servicio, pero antes de golpear la pelota sintió un violento dolor en el codo izquierdo... y se despertó.
Durante unos segundos permaneció confuso, como aturdido, sin saber dónde estaba. Pero en seguida recobró el entendimiento y reparó que se hallaba en una cama de hospital y que había estado soñando. Entonces recordó que lo habían operado de una epicondilalgia y que seguramente todavía estaba bajo los efectos de la anestesia. No lo desanimó, sin embargo, el retorno a la vigilia. Porque mientras observaba a la enfermera colgar de un gancho la botella de suero, en el duermevelas de su conciencia aún resonaban los ecos del público de Rolland Garros.

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