lunes, 20 de junio de 2011

Diario de un parado

El contratiempo es el sello borroso del desempleado, su divisa gris; el emblema simbólico de la impotencia, de nuestra impotencia. El parado, los parados, postrados sobre la nada, extenuados, desalentados, sin fe y descreí­dos, miramos horrorizados la negritud del túnel de la vida. Sin ayudas, sin expectativas, solos, sin ni siquiera las prendas que otrora granjeamos, nos estremecemos pensando en un presente sin porvenir, en un futuro espeluznante.
Obviedad es afirmar que carecer de trabajo es el mayor contratiempo, mas esta evidencia no aminora su repercusión en el desempleado. La inactividad es el estanque que detiene las energías inservibles del parado, el dique que extingue sus reflejos, la laguna que ahoga sus proyectos, su tajasueños. Asfixiados, inactivos y sin reflejos, sin miras (el avatar del desocupado semeja la letra de un corrido mejicano), ciegos de oscuridad y, en fin, paralíticos de pies y manos, el parado, los parados, hallamos además en el contratiempo el multibrazo tentacu­lar que afecta a nuestra vida de vario y diverso modo, pero siempre de manera negativa. Porque el contratiempo es el deseo negado, el ansia apagada: un retablo colmo de dolores, de humillaciones y desgracias.
El parado, los parados, descubrimos en el contratiem­po la imposibilidad de resurgir, el freno que nos agarro­ta; en él hallamos la corriente contraria que nos bambolea inmisericorde, el oleaje embravecido que nos zamarrea a su antojo. En su adversidad, los parados encontramos asimismo la bola pesada que nos empuja hacia el precipicio de la enajenación y el padecimiento, hacia un abismo de locura que no tiene nada de figurada invención y, en cambio, sí atesora mucho de palmaria verdad. Pues el contratiempo (esa aparente abstracción) se hace perceptible en el derrumbamiento físico y mental del desempleado, en su paulatina destrucción. Entre otros costos, el parado paga con su salud las arremetidas de la desocupa­ción.
También el contratiempo se patentiza en su aisla­miento y en sus temores. Naturalmente, el abandono en el que vive, el desamparo al que está expuesto, le provoca incertidumbres, le genera miedos. Del mismo modo se muestra en su sentimiento de fracaso y en su frustra­ción; en su incuria e inseguridad; en sus pesadillas. Igualmente se pone de manifiesto en su abulia y apatía; en su soledad y marginación; en su descontento e inadaptación social; en su constante estado de insatisfacción; en su inestabilidad emocional; en su sentimiento de inutilidad; en su vacío existencial... Pero, sobre todo, revélase en la esquina, metáfora globalizadora de sus desdichas y penurias.
En realidad, el contratiempo es el propio parado.

martes, 14 de junio de 2011

Diario de un parado.

Los días del parado son todos iguales, uniformes, invariablemente monótonos; cada jornada se parece a la anterior como una gota de agua a otra gota de agua. O como una lenteja a otra lenteja. Para el desempleado es lo mismo que sea martes o viernes, jueves o domingo, etc.; cada amanecer es un calco gris tanto del que le precedió como del que le seguirá. La rutina vacua es la regidora que preside su vida ociosa, desesperadamente inútil.

Quienes están al cabo de la calle, afirman que el trabajo llena de sentido la vida de los hombres (léase varón y hembra). Pero la vida del parado, al carecer de ocupación, cada vez está más vacía de sentido. El desencanto es cada mañana su despertador agrio, su gallo ronco y desafinado; la decepción el toldo de tinieblas que lo cubre y oscurece. El tic-tac de la vida se le revela como martilleos que horadan sus ilusiones nocturnas; siéntelo como golpes minúsculos que zahieren su alma desolada; se le manifiesta como avisos punzantes que le anuncian la desdicha de su existencia menesterosa y desvalida.

Nada más sacar los pies de la cama, el parado percibe cómo le aprisiona la angustia; nota cómo la inmensidad de la nada le provoca mareos en el alma. El gran vacío que se cierne a su alrededor, irremisiblemente lo sumerge en las profundidades negras de la desidia. Naturalmente, el hábito huero del sinquehacer va carcomiéndole las pocas esperanzas que atesora, así como disipándole las escasas fuerzas que aún conserva.

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martes, 7 de junio de 2011

Diario de un parado

En esta época, tal vez más que en ninguna otra, aunque sólo sea por las muchas barreras que la constriñen, ser un parado no significa únicamente carecer de un empleo, sino quedar expoliado de la propia existencia. Vivir en el paro laboral es entregar los días (las semanas, los meses, los años) a la dilación de las esperanzas, es sencillamente no vivir. “Sólo quien trabaja tiene pan”, reza el viejo proverbio bíblico; pero el desocupado se priva de muchas más cosas, además del pan. Entre otras, de su propia consideración y estima.

El parado, ciertamente, a medida que percibe el menoscabo del entorno va perdiendo confianza en sí mismo; se siente, cada vez, más desvalido y huérfano. Vagar en el paro laboral es errar sonámbulo por el reloj sin horas de la vida, es sentirse prisionero en el tiempo que gira sin cesar como una rueda eterna; es, sencillamente, vejetar, como decíamos más arriba, para ajustar la grafía del vocablo a la concepción pasiva de la vejez, y al paralelismo o semejanza de ésta con la disfunción del desempleado. Porque salvo el contraste de la edad que los diferencia –oscilante por pura lógica en un abanico impreciso--, ambas suertes, la del jubilado y la del parado, podrían confundirse, ya que a simple vista sus jornadas ociosas son casi análogas, aunque con mayor desarreglo en el estado de éste último, pues mientras el jubilado mira la vida hacia atrás con nostalgia y serenidad, resignado a la realidad de la existencia, el parado observa su futuro afligido por la frustración del presente, y sin que en su corazón cante ya –como dice el poeta-- el pájaro de la esperanza.

La desesperanza que envuelve su ánimo, sin duda, es el lastre más pesado de su vida de forzada inactividad; pero no el único que carga. El desengaño que le provoca la nueva situación lo conduce al abandono de sí mismo, percibiendo impotente cómo se destruyen sus aspiraciones, sus proyectos, sus perspectivas; lo que hace que sienta venir paulatinamente su tragedia como un viento fatal. El desempleo irremisiblemente le causa múltiples trastornos que le van menguando las energías, debilitando sus fuerzas, dejando arrumbada su existencia a la intemperie, sin palos en el sombrajo.