jueves, 30 de octubre de 2008

La Venus de Urbino

Atalanta Serena se adentró en la cocina, abrió la nevera, sacó de su interior diversas clases de frutas, tomates, un pepino de grande tamaño, zanahorias, hojas de laurel, una botella que contenía limonada y un frasco con esencias violáceas; luego dispuso varios cachivaches y colocó todo de manera ordenada encima de una mesa que había junto al fregadero.
Con movimientos ágiles, casi desatinada, y tarareando una melodía optimista, Atalanta Serena limpiaba y pelaba las frutas, las troceaba e íbalas vertiendo en un cuenco de madera, para posteriormente licuarlas.
Ofelia se acercó a la cocina. Desde la puerta, sin penetrar en su interior, y apoyándose en una de las jambas, le preguntó en tono de burla:
--¿Qué bazofia es esa que preparas?
Atalanta Serena, sin apenas hacerle caso, respondió:
--Satyrión.
El nombre con el que Atalanta Serena denominaba a su exótico mejunje lo había extraído de la literatura clásica. En Grecia se llamaba así a toda bebida que estimulara el deseo sexual. El satyrión, propiamente dicho, es una raíz cuyas infusiones mezcladas con vino producen efectos excitantes para el apetito de la carne.
--En la India a esa hierba la llaman kapitthaka --dijo Ofelia, jactándose de sus conocimientos herbarios--; pero una servidora para algunas cosas no necesita porquerías. Más bien al contrario: debería tomar extractos de valeriana, o hidromiel, que, según mi abuela, ayuda a calmar los ardores.
Atalanta Serena celebró en silencio la ocurrencia de Ofelia. Siguió atareada con el brebaje, ajena a la presencia de su amiga, pero consciente de tenerla detrás. Al cabo, dijo:
--Es para después
Contrariamente a la frialdad mostrada, Atalanta Serena estaba contenta; aunque la suya era una alegría sosegada y calma, haciendo honor a su apellido. Su parquedad expresiva no encerraba desabrimiento ni malestar alguno. Precisamente aquella mañana, desde que se levantó de la cama, había notado en su interior una sensación de agradable cosquilleo, que era como el augurio de que algo bueno y maravilloso habría de sucederle durante el día. Y si bien al despertar no sabía explicarse a qué se debía tan inusitada euforia (tampoco se lo preguntó, sino que la aceptó como un capricho de su naturaleza ciclotímica), ahora no tenía la menor duda que el motivo de su dicha procedía del presentido encuentro con Ofelia. A pesar de ello, no manifestaba ningún entusiasmo. Su carácter retraído la inducía a comportarse con manifiesta indolencia; tal vez por temor a que sus apetecibles previsiones terminaran volviéndose un mal presagio. Atalanta Serena, joven supersticiosa y pesimista, rara vez lanzaba las campanas al aire, de ahí que continuara manipulando en su exquisita pócima, silenciosa, muda.
Ofelia dejó a su amiga ocupada en la cocina y se dirigió al dormitorio de ésta. Curiosear en casa de sus amistades era una de sus aficiones preferidas, aunque también es verdad que denotaba un enorme desinterés por todo aquello que husmeaba. Simplemente fisgoneaba por afición, sin malicia; por el mero hecho de mirar. Ni siquiera la movía el vano cotilleo, ya que nunca rebasaba los límites marcados por la discreción. Se limitaba a escrutar los objetos externos, los expuestos a la vista de todos, como libros, cuadros o discos, sin hurgar en cajones ni armarios. Tampoco pensó nunca en los efectos didácticos de la observación, ni creyó que conocería mejor a sus amistades a través de sus cosas. Sencillamente le divertía mirar, sin más finalidad que visualizar el entorno, remedando a esos faros que alumbran a intervalos y en su luminaria se refleja y desaparece en un instante el objeto iluminado.
El dormitorio estaba decorado íntegramente con imágenes femeninas. Retratos, efigies, pinturas, todos los objetos correspondían a mujeres, en su mayor parte desnudas. En él no aparecía nada que hiciera alusión a la presencia del varón en la tierra. Hasta el espejo que colgaba de la pared, cuyo mango representaba a una mujer en cueros sosteniendo una paloma junto a su pecho, acentuaba la propensión de lo femenino.
Ofelia se despojó de las ropas y se tumbó en la cama. Desde la posición que ocupaba, en diagonal al cabezal, con los brazos cruzados bajo el cuello, y las piernas en caballete, como uves suplicantes, observaba con atención el esplendor voluptuoso de una pintura que tenía enfrente. Se trataba de una ilustración de La Venus de Urbino, el cuadro que pintara, allá por el Renacimiento, el italiano Tiziano Vecellio.
La imagen de la Venus, desde su posición colgante en la pared, también miraba a Ofelia. El semblante plácido de la Venus le infundía serenidad. Ofelia se levantó de un salto y se plantó delante del cuadro. Sin pestañear, contempló el encanto y la hermosura de la mujer pintada, dulcemente tumbada sobre su costado derecho, y con las piernas juntas y cruzadas; la Venus tenía la mano izquierda posada sobre su sexo oculto, volviéndolo más misterioso aún, del que despuntaba una sombra de pubis mínimo, ligeramente isósceles, simulando un triángulo espeso de vellos cortos y oscuros
Durante un rato, Ofelia permaneció de pie frente al cuadro admirando a la Venus, escudriñando los recovecos de la lámina pintada e intentando descifrar la intención del pintor al situarle la mano sobre el sexo. No sabía precisar si la mano estaba en movimiento o permanecía quieta, esto es, si la mujer del cuadro estaba masturbándose o, por el contrario, ya lo había hecho. Pues daba por cierto que la esplendente sensualidad que su rostro exhalaba no podía provenir sino de un orgasmo reciente, o, en su defecto, de estar próxima a lograrlo. Ofelia no abría caminos a otras posibilidades, pues creía que sólo el placer sexual podía generar expresión tan sublime, mezcla de ternura, relajamiento y gozo.
Miró a los ojos de la Venus, buscando la complicidad de ésta, con el propósito de desentrañar el enigma. La Venus, impasible, le mostraba sin cesar su gesto dichoso: el semblante relajado sobre un tierno almohadón, la melena suelta sobre los hombros, y la boca imantada, cárdena y muda, de la que el labio inferior parecía descolgarse, figurando el aleteo de un pajarillo.
Ofelia se estaba excitando. Clavó la vista en los senos, redondos y alabastrinos de la Venus y se imaginó yaciendo con ella, al amparo del catre que ocupaba, entre las sábanas arrugadas. El desorden de la cama le avivaba los instintos. Ofelia se acurrucó mentalmente junto a la Venus, sintiendo de inmediato el calor que desprendía su cuerpo figurado; le acarició el talle y el vientre con mimos, deslizándole la mano hasta las nalgas, y apretó la mejilla contra su pecho ardiente. La Venus, en la imaginación de Ofelia, se mostraba silenciosa y pasiva, estimulante y maleable y lujuriosamente receptiva.
Ofelia se notaba la respiración acelerada. Deslizó la mano hacia la caverna poblada de la Venus, palpándole con suavidad el surco del ano, restregándole lascivamente los dedos índice y corazón, y hendiéndole éste último por el recto. Por momentos, la imagen de la Venus se le perdía. La irrealidad de la escena la despertaba de su ensueño, pero Ofelia insistía, e incluso repetía los movimientos que la excitaban. Se incorporó, reptando sobre los pechos de la Venus hasta alcanzarle la altura de la boca; la mordía en los labios con fruición, la besaba en los pómulos, en los ojos, detrás de las orejas, en el cuello, la lamía toda, ensalivándola, al tiempo que la presionaba con furia, penetrándole el dedo hasta las entrañas y agitándolo como si rascara en una pared, dibujando medias lunas de deseo.
Ofelia sentía a la Venus gemir en su mudez y vibrar en su quietud, la sentía caliente y rebelde, y la sentía gozar. Juntó sus senos con los de la Venus, arqueó la cabeza como los cisnes y, con parsimonia, fue girando sobre sí misma, degustando el roce con la carne tibia, hasta situarle la boca en la proximidad de su coño. La Venus permanecía debajo, pasiva, complaciente, soportando el cuerpo sudoroso de Ofelia, que se movía inquieta, como un caballo rijoso. Le husmeó con delectación la espesura salada, incrustándole la nariz hasta las cejas, olfateando en lo más recóndito de sus entrañas, para extraerle la esencia de la libido; después le hurgó con la lengua en las mismas puertas del abismo, succionándole los bordes humedecidos.
El acaloramiento se fue apoderando de Ofelia. Sentía en su sexo el mismo juego bucal que ella proporcionaba a la mujer del sueño. La Venus era la servicial ejecutora de su deseo erótico, su condescendiente complemento. Ofelia estiró las piernas como los gatos cuando se desperezan y hundió su masa goteante en la dentadura de la Venus. Aguantó la respiración, como única manera de atrapar el escurridizo presente.
Durante milésimas de segundo sintió la circulación paralizada, las venas vacías, toda ella sin peso, flotando como una hoja en la mansedumbre de un riachuelo. Después respiró, más bien jadeó, rompiendo intencionadamente el éxtasis, para que no se desvaneciera del todo y posteriormente poderlo recuperar con mayor intensidad.
Tras el breve paréntesis, Ofelia y la Venus se embelesaron de nuevo y, con precisión de alambique, continuaron su sinfonía sexual: se arpaban en el clítoris, recíprocamente, con el extremo de la lengua, creando una atmósfera musical que se esparcía por las capas sin tiempo del cerebro, hasta el límite infinito y sin medida de las sensaciones.
Cuando Atalanta Serena volvió de la cocina, portando en una bandeja las copas que contenían su particular satyrión, se quedó inmóvil al advertir la postura desfigurada que tenía Ofelia delante del cuadro: encorvada, abrazándose y presionándose los muslos, absolutamente abstraída, en una actitud más propia de quienes sufren un fuerte dolor ventral que de lo que realmente se trataba. No se extrañó, en cambio, de verla desnuda. Atalanta Serena era sabedora de la facilidad con que su amiga se quedaba en cueros. Precedentes encuentros entre ambas así se lo habían demostrado.
Con la bandeja en la mano, parada en el pasillo, la miró como antes hiciera Ofelia con la mujer del cuadro. Observó su pelo negro, corto y encrespado; el torso brillante, perlado de sudor; y el culo musculoso, duro, redondo, majestuosamente coronando las piernas carnosas y proporcionadas. Atalanta Serena centró sus ojos ávidos en las nalgas, que se le antojaron exquisitas, examinando su redondez soberbia y exultante.
Ofelia advirtió su presencia. Se giró perezosa para mirarla. Atalanta Serena no se inmutó. Siguió en el lugar que estaba y clavó su vista en los pechos empingorotados, amenazantes e incitadores de Ofelia. Ésta, sin terminar de salir de su atolondramiento, le dijo:
--Si tardas un poco más me corro.
--No pensé que estuvieras tan caliente --contestó Atalanta Serena.
--No estaba, pero la Venus me puso.
--¿Quién? --preguntó Atalanta, sin entender.
--La Venus de Urbino --repitió Ofelia, y señaló el cuadro.
Atalanta Serena aún comprendió menos. No concebía que su amiga se hubiera excitado simplemente mirando un cuadro. Ella llevaba más de dos meses durmiendo en aquel cuarto y no se le pasó nunca por la imaginación solazarse con aquella imagen ni con ninguna otra de las muchas que poblaban las paredes del dormitorio. Era cierto que a veces se detenía a mirar a alguna de las representaciones pictóricas que poblaban su vivienda, sobre todas la que simbolizaba el Rapto de las hijas de Leucipo, lienzo pintado por Rubens, y que estaba mutilado por la parte donde debían figurar las cabezas de los Dióscuros, Cástor y Pólux, que, según la leyenda, fueron los secuestradores de las hijas del rey de Argos; se detenía sólo por admirar la atractiva belleza carnal de las jóvenes, su delicada ternura o la fogosidad de los caballos, sin más pretensiones lúdicas que las que emanaban de la estética, de la misma manera que cuando se plantaba delante del espejo no veía en la mujer/mango un objeto potencial de deseo.
Atalanta Serena no ignoraba que el erotismo es fundamentalmente imaginación y ensueño. En múltiples ocasiones, en la soledad de su casa, en los bares, en el cine, en las aulas del instituto, había idealizado el deseo sexual, incluso estando acompañada y durante la realización del acto mismo. Sin embargo, nunca pensó que una mujer de cartón, por muy lograda que estuviera, podía despertarle el apetito de la carne.
--De modo que me has puesto los cuernos con un cuadro --dijo--; y además en mi casa.
Ofelia sonrió con picardía y la invitó a desvestirse.
--Apresúrate--dijo.
Atalanta Serena dejó la bandeja sobre la mesilla. Mientras se quitaba la ropa, Ofelia cogió entre sus manos la zanahoria que había junto a las copas de satyrión. Se dispuso a masturbarla; la apretaba y sentía el frío de la nevera en las palmas de sus manos. Al cabo, dijo:
--¿Y esto? --alzando la zanahoria, como si fuera un trofeo.
--Un consolador vegetal.
--No sabía que fueras vegetariana --ironizó Ofelia.
--Para algunas cosas, sí –respondió Atalanta--. La zanahoria, por ejemplo...
--...te gusta de todas formas.
--Entera me encanta –prosiguió la broma Atalanta Serena, y añadió después--: ¿Te gusta el satyrión?
--Déjame probarlo.
--Entonces, túmbate...
Ofelia obedeció y se estiró a lo largo de la cama. Atalanta Serena cogió entre sus manos una de las copas; se sentó, con las piernas cruzadas, al lado de su amiga.
De no ser por el color de su pelo, rubio, y la expresión felina de su rostro, hubiera parecido una de esas estampas que representan una mujer egipcia sujetando un cáliz. Ofelia situó su mano derecha entre los muslos cálidos de su amiga. Atalanta Serena, a su vez, con la mano izquierda puesta en la parte posterior del cuello de Ofelia, le dio a beber el empalagoso satyrión. Dada la posición que ocupaba (horizontal, sólo tenía la cabeza un poco reclinada), el sorbo que ingirió fue mínimo en proporción con la cantidad de líquido que le chorreó por la barbilla, por el cuello y por el canal que separaba sus pechos. La ceremonia podía considerarse estúpida si no fuera porque la realizaban aposta. Bajo el aparente despilfarro latía un acuerdo tácito. Atalanta Serena vertía el melifluo mejunje y Ofelia, con los labios juntos, lo desparramaba, originando una especie de desembocadura que lo esparcía por todo su cuerpo.
Así estuvieron hasta que vaciaron más de media copa. Luego Ofelia se inclinó un poco más, para conseguir rozar con las yemas de los dedos el sexo de Atalanta Serena. Con la palma hendida entre la maraña de vellos empezó a masturbarla con veneración. Deslizaba los dedos con ritmos suaves, armoniosos, extrayéndole poco a poco de su cavidad misteriosa emanaciones lúbricas. Atalanta Serena, mientras tanto, la besaba en los labios con delectación, la relamía de arriba a abajo, recreándose en los senos, degustándolos con énfasis, mamándolos obscenamente, casi engulléndolos, acariciándolos con vehemencia y refregándoselos por las mejillas, tratando de aspirarle la máxima sensualidad posible.
La escena era parecida a la que un momento antes protagonizaron Ofelia y la Venus. Cada una buscaba la excitación de la otra. Cambiando los papeles aumentaban el placer propio. Atalanta Serena depositó el resto de satyrión en el sexo de Ofelia y se sumergió con voracidad a saborear la empanada chorreante, succionándole la vulva, que sabía a manzana.
Ofelia se estremecía del deleite; alzaba las piernas, jadeaba; le mordía en las nalgas a Atalanta Serena, y en los labios superiores, haciéndola gemir, presa de éxtasis y de dolor. La voluptuosidad abrazaba por completo a las dos amantes. La concupiscencia iba aumentando de grado. Se movían, se agitaban; parecía como si estuvieran bailando la cordaza, esa danza lasciva que bailaban las antiguas suripantas en sus veladas de desenfreno. Exudaban, se abrazaban, se revolcaban de gozo; se hurgaban la una a la otra con el dedo del pie; se palpaban por todas partes. Participaban con todos sus miembros y todos buscaban el máximo placer. Sin limitaciones se exploraban recíprocamente.
Ofelia se apoderó de la zanahoria. Primero la embadurnó con su líquido lubricante, penetrándosela en la propia vagina; después, con cuidado, enfiló el recto de Atalanta Serena. Ésta recibió la zanahoria con la avidez que acepta un vaso de agua una persona sedienta. La sentía deslizarse, lentamente, por su interior. Estaba de rodillas, apoyando el resto del cuerpo sobre las manos. A medida que la zanahoria la penetraba, sus músculos se contraían, su mente se obnubilaba y la realidad se le volvía delicuescente. Se sentía flotar. Sin embargo, al punto se giró con brusquedad, buscando ansiosamente el cuerpo de Ofelia. Se cogió fuertemente a sus piernas y le hundió la cabeza en el pubis. Gemía, movida por el gozo; a veces gritaba, la mordía... Ofelia agitaba la zanahoria con rítmica movilidad. Las voces ahogadas de Atalanta Serena la hacían palpitar. El metesaca era vertiginoso.
Estaban a punto de correrse. Ofelia cabalgó sobre Atalanta Serena, sin dejar de mover la zanahoria, hundiendo la boca de su amante en su sexo húmedo. Necesitaba concluir la sinfonía que empezara anteriormente con la Venus. Otra vez sintió la carne paralizada y las venas vacías, pero en esta ocasión no pudo contener la respiración, pues la ferocidad de Atalanta Serena la sumergió de lleno en el oxígeno del orgasmo.
Casi a la par que Ofelia le llegaron también los espasmos del placer a Atalanta Serena. Ambas quedaron extenuadas sobre las sábanas mojadas. Cada una miraba a un punto concreto del dormitorio, dejando sus mentes vagar, silenciosas. La zanahoria, con el frenesí del clímax había rodado hasta el suelo. Atalanta Serena buscó en la mesita la caja de cigarrillos; le ofreció uno a Ofelia y las dos fumaron. Al instante, fue Ofelia, esta vez, la que se incorporó, cogió la copa con el resto de satyrión y empezó a derramarla en la boca semiabierta de Atalanta Serena. La Venus de Urbino, desde su trono rectangular, las contemplaba con su sonrisa tierna.

martes, 28 de octubre de 2008

Entrevista con Francisco Candel



“LA LITERATURA ES EL MODO DE GANARME LA VIDA.”


Francisco Candel Tortajada (Casas Altas, 1925) es un novelista que escribe de las cosas que ve y oye, y lo hace con soltura y desparpajo. La mayor parte de su obra literaria está dedicada a la ola migratoria que se produjo a mediados del siglo XX en el área metropolitana de Barcelona. El libro que le lanzó a la fama, Els altres catalans, es un estudio periodístico y sociológico sobre los emigrantes.
Desde sus inicios como escritor, su mensaje lo ha enfocado hacia la gente humilde, sobre los perseguidos y los marginados. Precisamente otro de sus libros se titula
Crónica de marginados.
Los personajes de sus novelas están extraídos de la vida real; tanto es así que incluso puede decirse que se inspira en la realidad hasta un punto excesivo. Esta circunstancia le ha dado pie a Candel a decir:
“A veces escribo tan al día que lo que pasa en el libro aún no ha ocurrido en la realidad”. En la realidad, mayormente, de su barrio de el Polvorín, ese grano de pus que le salió a la Barcelona industrial, rica y satisfecha, como escribió Montserrat Roig.
Autor de diversas novelas, cuentos y libros de ensayos, así como de artículos y reportajes, Francisco Candel, coherente con su manera de ser, siempre ha permanecido fiel a su forma de sentir, a su modo de pensar.
--¿Cómo entiende la literatura? ¿Qué significa para usted?
--¡Uy! Para mí, en estos momentos, es un poco la manera de ganarme la vida. Aunque dicho así resulte muy bestia y escaso de romanticismo, pero no sabría decirte otra cosa. Soy un profesional; la literatura es mi oficio. Me siento dichoso porque es la manera de ganarme la vida. La literatura es para mí una profesión.
A más de un escritor le he oído comentar que prefiere al escritor profesional, aunque sea mediocre, que al aficionado brillante. Francisco Candel también aboga por dicha postura, y añade que él no va contra los escritores amateurs, “pero a mí me da la impresión de que si no como de lo que escribo, ya no soy tan escritor”.

SIEMPRE HE QUERIDO SER PINTOR

Julio Cortázar dijo en cierta ocasión que de no haber escrito Rayuela se hubiera tirado al río Sena. Esta es una frase, si se quiere grandilocuente, pero a su vez lo suficientemente expresiva, demostrativa, de cómo literatura y vida iban emparejadas, se yuxtaponían y eran una misma cosa para el escritor argentino.
--¿Vive usted la literatura con la misma intensidad?
--No; yo lo que siempre quise ser es pintor. Hay más placer en las artes plásticas, en la pintura, la escultura, donde manejas una materia con las manos, y el cerebro puede descansar.
--¿Qué siente cuando escribe?
-- Cuando escribo siento cansancio y aburrimiento. En la literatura, a diferencia de la pintura, como manejas ideas, el cerebro no descansa, por esto es más agotadora.
--¿Entonces no le encuentra placer a escribir?
--No sé dónde radica ese placer de la creación literaria del que hablan algunos. Supongo que será luego, una vez terminado el libro, en esa pequeña vanidad de que te digan, de que seas… Francamente yo no he disfrutado ese placer que, dicen, se experimenta al sentarse uno delante de la máquina.
--¿Pero Candel no dejaría, por nada del mundo, de ser escritor?
--Si me dijeran que ya no escribo más, me cabrearía mucho.
--Cuando escribe, ¿tiene en cuenta a algo o a alguien?
--No demasiado. Y si alguna vez reparo en alguien, antepongo el lector al crítico. Hay gente que lo hace al revés. Pero no quiero que me domine ninguno de estos dos elementos. Aunque a veces es inevitable pensar en ellos… Yo quiero escribir como deseo. No obstante, no se puede dejar escapar una cierta autocrítica.
--¿Qué es un escritor?
--Sencillamente una persona que trabaja con ideas, con palabras.
--¿Cuando escribe se desnuda usted? (Por dentro, claro)
--Del todo puede que no. ¿Qué si es peligrosa la cuartilla en blanco? Es bastante cierto que el papel es peligroso. Cosas que uno no se las contaría a nadie, al folio se las cuenta, aunque sea disimulando; aunque sea con unos personajes con nombres inventados. El papel tira. Ya lo dijo un escritor del siglo XIX, José de Selgas y Carrasco, que tiene un artículo titulado El artículo, donde cuenta lo que a nadie le contaría.
Francisco Candel es autodidacta, por necesidad. Es hijo de una familia obrera, de trabajadores emigrantes, que no hicieron de la cultura un norte. De niño se traslado con sus padres a vivir a Barcelona. Los primeros años la familia Candel habitaba una de las múltiples barracas que ocupaban la montaña de Montjuïc. Eran tiempos malos, de penurias en todo el país, los años cuarenta. Del mismo modo que en muchas familias españolas, en la de Paco Candel lo que primaba era labrarse el sustento diario. En Hay una juventud que aguarda, el mismo autor relata esta época de su adolescencia, abordando el tema de su desarrollo y educación: “Me criaba débil, delgaducho y siempre estaba delicado. Mi padre me llamaba de todo, mayormente inútil y birria.” El joven Paco trabajaba de mecánico; con menos de veinte años cae enfermo de tuberculosis, enfermedad que azotaba a los jóvenes de entonces.
--¿Hasta qué punto influyó la enfermedad en su posterior carrera de escritor?
--
No sabría decirte con certeza cuánto, pero sí que influyó. Ya te he dicho que lo quería ser era pintor. En cualquier caso, durante la enfermedad tuve que hacer un largo reposo absoluto, en el cual creo que me curé porque leí mucho. Estuve enfermo dos veces; recaí por dos veces. Creo que fue la segunda vez, que también leí mucho, cuando de pronto descubrí la vocación, en el sentido de que leí una serie de novelas, que actualmente ya no están ni de moda, como fueron Cuerpo sin alma y El coraje de vivir, que narraban cosas de barrios, de gente trabajadora, etc. De repente entendí que se podía escribir de lo que uno quisiera.
--Y puso manos a la obra…
--Me puse a escribir en los ratos libres, pues en aquellos tiempos trabajaba de oficinista. (Cuando salí de mi larga enfermedad, tuve que dejar el taller.)
--¿Qué fue lo primero que escribió?
--Una novela; una novela que resultó muy mala. Fue el resultado de lo que había entendido leyendo a unos escritores y a otros. Es decir: yo había llegado a la conclusión de que podía escribir mis experiencias, mi vida. Mi vida podía ser una novela. Entonces, como mi vida era la de un tuberculoso, escribí una novela de un sanatorio. Una novela que no la quiso ningún editor, que no ganó ningún premio y que la arrinconé.

EL ESCRITOR SIEMPRE TERMINA POR CREAR SU PROPIO MUNDO

En otra novela posterior, en la cuarta que publicó,
Temperamentales, pequeña montaña mágica a nivel de tintorro celtibérico, como un Thomas Mann de fonda barata, Candel se vale para incluir los detritos más aprovechables de la novela del sanatorio. En la fonda hay un personaje que hace una cura de pulmones.
Con todo, la primera novela que consigue publicar, la segunda que escribe,
Hay una juventud que aguarda, es asimismo autobiográfica, casi fotográfica de sus comienzos como narrador. En ella se relatan las peripecias del Candel aprendiz de escritor. Posteriormente escribió Donde la ciudad cambia de nombre, ensayo que retrata los barrios donde había vivido y que tuvo un gran éxito extra literario.
--¿Qué ocurrió con esa novela?
--Sufrí las iras por parte de algunos de los personajes que aparecían en el libro: amenazas e incluso agresiones. Estaban muy indignados conmigo por lo que contaba de ellos. Durante un tiempo lo pasé realmente mal. Pero me di cuenta de que tenía que jugarme el todo por el todo. El libro siguió adelante, tuvo gran resonancia en prensa y radio (en aquellos tiempos no había apenas televisión), y de la noche a la mañana me convertí en eso tan etéreo que se llama un personaje famoso o conocido. Entonces dejé el trabajo de oficinista y me dediqué por completo a escribir.
En efecto, se dedicó a escribir de sí mismo, de su barrio, de su gente. Francisco Candel capta la vida con humildad y ternura. Sus personajes son de carne y hueso, y él, entre lo vivo y lo pintado, se ha confundido con sus personajes para enseñarnos, en viva prosa, lo que tiene ante sus ojos, el mundo donde vive: los arrabales de la colosal Barcelona.
--Se dice que un escritor escribe siempre un mismo libro, y que un pintor pinta siempre un mismo cuadro. García Márquez dijo de sí mismo que lo único que había escrito era el libro de la soledad.
¿Usted qué libro ha escrito después de haber publicado más de cuarenta?
--Muy difícil contestar esa pregunta. Uno, al cabo de escribir tanto termina por crear su propio mundo, su propia geografía literaria. Aunque yo no sabría decirte así, de forma lapidaria, cuál es el libro que yo he escrito.
El profesor José Mª Rodríguez Méndez, uno de lo críticos que más profundamente ha ahondado en la obra de Francisco Candel, observaba en uno de sus estudios que en la literatura castellana existen pocas obras testimoniales y verdaderamente realistas como las del autor barcelonés, susceptibles de convertirse en piezas históricas a partir de las cuales pueda reconstruirse la humanidad sufriente de su tiempo. Según el crítico, la obra de Candel es una especie de reflexión sobre un tiempo y un espacio concretos. Casi toda su obra tiene lugar en un tiempo determinado: un tiempo duro, cruel y lleno de injusticias.
--¿Cuándo se pone delante de la máquina, que es más importante para usted el fondo o la forma?
--Son dos cuestiones a discutir. Por ejemplo, en estos momentos y siempre, la crítica se ha dejado seducir por el estilo, por la retórica. En el siglo de oro, la crítica de la época señalaba mejor escritor a Góngora que a Cervantes, y el tiempo se ha encargado de demostrar que era al revés. Lo mismo ocurrió con Teófilo Gautier y Fedor Dostoievski. Apresuradamente, puedo decir que prefiero el fondo a la forma, pero no. Porque un buen argumento se puede perder con una mala forma, mientras que un argumento pésimo escrito con buen estilo se puede salvar. No obstante me inclino más por lo que digo que por cómo lo digo, pero intento decirlo bien.
--Candel explica muy bien las cosas que cuenta, con un estilo que parece fácil, pero que no lo es. ¿Qué le parece mi apreciación? ¿Está de acuerdo conmigo en esta aparente sencillez que denotan sus escritos?
--Tú lo has dicho: aparentemente escribo sencillo. (El estudioso de mi obra podrá calibrar lo que hay o no de sencillez y de superficialidad en ella.) Luego te encuentras con el que te quiere imitar y no le sale bien, no lo consigue. Escribo tan aparentemente sencillo que hay quien cree que lo que yo he hecho no tiene mérito alguno. Y puesto que he escrito cosas que suceden en el mismo barrio donde vivimos, hay quien piensa que podía hacer lo mismo. A algunos de los cuales, a veces, les he invitado a que lo hagan. Al cabo del tiempo, cuando me he encontrado con ellos, les he preguntado por la novela de la fábrica que estaban escribiendo (porque ellos me decían que lo que yo he contado de mi barrio es lo mismo que ellos contarían de la fábrica donde trabajaban.) Acababan por confesarme que el libro no les salía.
--Lógico, por lo demás. No todo el mundo está capacitado para escribir libros.
--Es aquello de la difícil sencillez de la que hablaba Pío Baroja; y también de lo que explicaba Picasso, cuando decía que para dibujar mal primero es necesario saber dibujar bien. O sea, que esta sencillez expresiva, que a veces manifiesto y a veces no, no es tan sencilla como parece, ni tampoco es fruto de la desidia, sino que es consecuencia de un trabajo minucioso.
--Cuando le hablaba de sencillez no me estaba refiriendo a que su literatura sea simplista, a que su estilo sea insulso…
--No; pero la crítica necia, la que no hurga en la verdad de cada escritor, sino que se guía por los clichés, llega hasta el punto de decir que uno no sabe ni escribir. También tildaban de mal escritor a Baroja. Es cierto que a primera vista da esa impresión, pero no es fácil escribir así. Por lo general, escribir mis novelas me cuesta meses, años; y nunca escribí de corrido un cuento, ni siquiera un artículo: en ocasiones me tardo un día o dos. Sin embargo, el que lo lee no nota que hay un salto de creación, sino que piensa que lo he escrito de un tirón, de corrido.
--En distintos momentos de nuestra charla ha sacado a relucir a la crítica. A un servidor le da la impresión como si ésta le preocupara demasiado. Parece usted enojado, y emplea un vocabulario displicente para referirse a ella, como si no recibiera por parte de los críticos la consideración que usted estima que merece. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Le preocupa mucho lo que digan de usted?
--Muchos escritores hablan despectivamente de los críticos, y dicen que no les preocupan lo más mínimo. A mí no es que no me preocupe, no. Lo que ocurre es actualmente existe una crítica deslavazada en su contextura. El pobre crítico no se gana bien la vida con este trabajo; muchas veces se siente atosigado y se mueve por esquemas. Un crítico que nace, acostumbra a recoger toda la carga crítica que dejaron los que le precedieron. Ejemplo: un crítico dirá que Vargas Llosa es un gran escritor, si llega el caso, sin haberlo analizado siquiera, porque ya se ganó la fama de buen escritor. Con uno sucede lo mismo. En ocasiones la crítica te dibuja, te desdibuja, te arrincona o te aparta, sin apenas leerte. Nunca me he sentido entendido por los críticos. Por otra parte, tampoco me han estudiado a fondo. ¿Por qué? Pues porque no han tenido tiempo, o quizás porque no he sido un escritor de bandera.
--Sin embargo, su libro Els altres catalans es de los más vendidos en Catalunya desde la guerra civil española…
--Eso es cierto. A pesar de ello me doy cuenta de que la crítica no tiene tiempo de dedicarse a un autor que considera que todavía está por hacer, pese a los años que llevo en el oficio. Entonces qué ocurre… Publicas un libro y no es que te digan que es malo o es bueno, simplemente lo ignoran. Algún crítico ha podido tener un ejemplar mío en las manos, y se ha dicho: de buena gana diría algo, pero ahora me veo asediado. ¡Con todas las trampas que hay en este mundillo! ¿Por qué todos los libros que publica la editorial Planeta merecen la crítica? Porque el señor Lara soborna a la crítica. No diré con un sobre de dinero, que puede que también, pero sí con un envío de libros, con una invitación a la cena de la entrega del premio, con una especie de continuidad de estar en contacto y en este plan.
Cuando estuve en su casa de la calle de los Ferrocarriles Catalanes, para esta entrevista, Francisco Candel me regaló varios libros suyos. En uno de ellos me escribió esta dedicatoria: A J.M.P. con afecto, de este viejo escritor que está harto de libros y literatura. Candel acaba de cumplir 60 años, pero yo no creo que esté cansado de libros y literatura; ni siquiera creo lo que me dijo al comienzo de la conversación de que a él lo que verdaderamente le hubiera gustado es ser pintor. A mi entender Francisco Candel es un escritor con vocación, un hombre enamorado de su oficio como hay pocos, en donde vida y literatura se funden en una sola cosa, aunque él diga lo contrario. Ha publicado una cuarentena de libros, además de ensayos y artículos periodísticos. En el año 1976, al año de la muerte del general Franco, fue elegido senador por la candidatura unitaria Entesa dels Catalans, de cuya experiencia escribió el libro titulado Un charnego en el Senado. Pero por encima de todo ello, del escritor y del senador, Francisco Candel es un hombre de amistad.




miércoles, 26 de marzo de 2008

HOMENAJE

En memoria de Luis Sánchez Polack “Tip”.

Don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, familiar de tercera generación espontánea de Luis Sánchez Polack y pariente lejano por la vía del tren de Cuenca de José Luis Coll, ¡qué hombre, que genio, qué bendito, qué mastuerzo!, escribió un libreto de música de cámara para avispas viudas con tiza del Kurdistán. Tiriririrí tiririrá tiriririiiiiiii riri ra. Así de esta guisa de lentejas con chorizo machacó los tímpanos de la población mundial hasta que una mañana, mientras ensayaba por eñésima vez con un cuarteto de cuerdas de raquetas, a su madre, al oírlo tocar, de la emoción se le rompió el corazón por la espina dorsal; de la emoción y de una pedrada que le lanzó un vecino ventrílocuo con un tanque de cerveza a mil kilómetros de distancia.
El pequeño contratiempo de su progenitora madre, que en adelante resopló en andas de camello de lo Mónaco por no molestar, no le impidió a don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, proseguir su carrera de veinte mil millas de viaje submarino hasta Argamansilla de Alba, donde, después de hacer contrición de sus pecados verdiales ante el obispo de Mondoñedo, se insufló varias lavativas de guarapo de serrín para curarse los golondrino.
Tras la gesta, la hazaña y la gilipollez, de chiripa no lo hicieron ministro de Patrañas y Pajarotas del gobierno Zapatero, en su quincuagésima sexta edición. De chiripa y porque Rubalcaba que venía de apadrinar al abuelo imberbe de Nabucodonosor en las aguas del trasvase del Ebro, se plantó frente al Presidente con gesto avinagrado y salpimentado, y, amenazándolo con el dedo de Colón señalando a Pepíño Blanco, le dijo con voz de trino: “¡Esooo ni hablaaar! ¡O don Sutuuur o yooo!” Y ZP después de echarle medias suelas a las botas katiuskas de Hugo Chávez, por no contrariarle y porque conocía las malas pulgas de los colchones de pajas de la guerra del Vietnam, nombró ministra a Magdalena Álvarez para que fomentara los socavones de la patria.
Pero la negativa de Zapatero en lugar de amohinar a nuestro héroe le dio alas, y don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, espécimen feraz y sicalíptico, fue volando sin brújula desde la explanada del Palacio de la Moncloa hasta una taberna de las afueras de Almendralejo, donde aterrizó de plano sin daños a terceros encima de la cocinera filipina que a la sazón freía unas lombardas a la japonesa, alborotando a los parroquianos. Una vez pasada la confusión de los primeros tres meses, don Saturnino, arrepentido de media pierna para abajo y parte del páncreas, con la mirada hundida en el pavimento por si encontraba alguna guía Campsa y la mano en la cartera para que no se la birlaran, pidió con humildad unas perrunillas con vino de la casa. Y añadió con calculada suficiencia: “Que sean semipelagianas”. El camarero, ante tan noble demanda, con acento aterciopelado y las lágrimas en la botella de ginebra, llamó a la cocinera, que andaba atareada cambiándole los pañales con amoroso asco al retoño in vitro cerámica de don Saturnino Piano de Cola. Éste, ante el turiferario espectáculo materno-filial, responsabilizándose de sus actos más íntimos, puso pies en polvorosa y con una perrunilla entre los dientes no paró de correr hasta caer agotado en un panal de miel de la granja San Francisco. Fue aquí, en tan meloso y placentero lugar, rodeado de abejorros por todas partes menos por una, donde don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, se inspiró para su creación maestra, Quítame esas avispas de encima que no me llega la ropa al cuerpo, que le llevaría a dar la vuelta al mundo en un plis plas. Después del grandioso éxito, aconsejado por su primo Luis Sánchez Polack, industrioso consumidor de cebada líquida, que se autoinvitó a acompañarlo por beneficencia, decidió retirarse un par de siglos a descansar a las instalaciones de la Cruzcampo, donde entre pitos y flautas y tambores, y por no estar allí mirando sin hacer nada, arrasaron con la cerveza de varios millones de barriles en un abrir y cerrar de boca. ¡Santo barón!
“Primo Satur --le decía con la confianza que da el alpiste Sánchez Polack a su primo Piano de Cola, entre risas y eructos--, a Coll no lo invites a cerveza, que luego va y la mea”. Y a continuación le daba un sorbo de media hora y cuarto a su jarra de cinco mil litros; luego se iba al waterclose sonando un cencerro por el camino y se quedaba tan pancho.

jueves, 20 de marzo de 2008

Entrevista apócrifa con Fernando Savater





ELOGIO DE LA LECTURA


El gran lingüista Roman Jakobson tenía una broma entorno a un personaje de Jonathan Swift. Se imaginaba Swift, en Las aventuras de Gulliver, un país cuyos sabios no hablaban con palabras sino con cosas. Llevaban un saco, y, cuando querían decir rinoceronte, sacaban del saco un rinoceronte y lo ponían allí delante para que el otro lo viera. Aquello era como llevar el mundo metido en una bolsa, irlo sacando según las necesidades de decir y poniéndolo delante del interlocutor. Las dificultades prácticas del método no hace falta encarecerlas, pues a simple vista se pueden advertir sus complicaciones. Pero Jakobson añadía, socarronamente, una dificultad más. Decía: el problema no es simplemente que si uno quiere hablar de todos los rinocerontes del mundo tendrá que llevar en una bolsa todos los rinocerontes del mundo, que como empresa parece difícil, sino que aunque uno pudiera llevarlos todos y sacarlos, ¿cómo le diría al otro que son todos?
Un tanto exagerada, la anécdota de Jakobson es también reveladora de lo imprescindible de la palabra hablada en la comunicación entre personas. Y si la palabra hablada es importante, la palabra escrita no carece de dicha importancia. ¿Y dónde mejor que en los libros podemos encontrar dichas palabras? En los libros, claro; o mejor aún: en sus lecturas. La lectura es una vía para conocer el mundo, y el conocerlo ayuda a comprenderlo e incluso a compartirlo.
De la lectura, y sólo de la lectura, hemos charlado con el escritor guipuzcoano Fernando Savater, en un ejercicio de apología de la misma, exaltando sus virtudes, que son muchas, y que por otra parte casi nadie ignora.
--Usted, como persona que ha estado atrapado por la lectura durante toda su vida, que seguramente ha debido acumular una serie de hábitos, trucos, etc., dada su constante relación con los libros, ¿qué consejo daría al lector que esta entrevista lea?
--
No le daría uno sólo, sino siete consejos; consejos evidentemente irónicos que el lector no debe tener en cuenta, sino todo lo contrario, que debe olvidar una vez leídos.
--¿Por qué siete y no cualquier otro número?
--Bueno, por poner un número cabalístico. Siete son las maravillas del mundo, siete los planetas, siete los cielos que cubren el mundo…
--…siete las puertas del infierno, siete los sabios de Grecia, siete los días de la semana…
--…y el tres, que es un número divino, y el cuatro, que simboliza el mundo material, también suman siete.
--Y esto para todos los pueblos: musulmanes, cristianos, judíos, idólatras o paganos.
--Así fue siempre.
--Entonces, vayamos por partes, y dígame el primero.
--Que uno haga su propia selección de los libros que quiere leer. Me parece horrible que uno tenga que leer el libro recomendado de turno, por el índice de best-sellers. Por supuesto que está muy bien. Hay personas de nuestro alrededor y en cuya opinión confiamos y si nos dicen: leeros tal cosa que está muy bien, pues uno se fía. Pero, fundamentalmente, los libros son algo enormemente personales. No se puede decir que haya un libro o libros que pueden convenir a cualquier persona. Los libros son muy personales. Hay personas que tiene una línea muy determinada de lectura, otras que tienen líneas diferentes y hay que aceptar esa variedad, esa diversidad, esa pluralidad de bibliotecas posibles. Cada uno de nosotros podemos fabricar nuestra propia biblioteca. Y es bueno, además, que la biblioteca se le parezca a uno. En épocas en las que había menos libros, cuando uno paseaba por la biblioteca de alguien, aprendía a conocerlo. Por ejemplo, en la biografía de los clásicos. En una biografía escrita por Jean Colleren sobre Baruch Spinoza se añade el índice de la biblioteca del filósofo holandés.
--Este primer consejo me parece totalmente válido y digno de tener en cuenta. Espero ansioso el segundo.
--El segundo consejo es convenientemente contradictorio con el primero, por si acaso el primero se lo habían creído demasiado. Es contradictorio porque realmente hay una serie de libros que hay que leer, tenga uno los gustos que tenga. Los clásicos, los libros que han resistido la prueba del tiempo merecen más la pena ser leídos que el último libro que acaba de aparecer en un momento determinado. Cada vez que viajo a una ciudad, por ejemplo, a Roma, siempre pregunto al amigo que lleva allí mucho tiempo qué es lo que debo visitar de Roma. Iré a ver La Piedad, de Miguel Ángel, le digo. ¡Oh, no!, me contesta, La Piedad es una tontería. Sólo los turistas van a ver La Piedad. Y añade a continuación: hay una iglesita a las puertas de Roma, que es muy difícil encontrarla, en fin, tienes que bajar cuatro calles, subir luego tres, le das una propina al sacristán, éste te introduce en la sacristía y, una vez dentro, verás allí colgado un cuadro muy pequeñito, que es muy malo, pero que el pie de uno de los personajes es maravilloso. Según mi amigo hay que ir a Roma a ver el pie del personaje. Y uno, después de haber realizado muchos viajes donde ha sido engañado con muchos pies de personajes, ha llegado a la conclusión de que lo bueno de Roma es La Piedad de Miguel Ángel.
En cierta forma, en el ámbito de la literatura pasa igual.
--Evidentemente uno puede poner objeciones en contra de los grandes maestros de la literatura universal. Se me ocurre ahora la graciosa anécdota de Francesco de Santi, el célebre estudioso italiano que dedicó toda su vida al estudio de la obra de Dante Alighieri, cuando ya en el lecho de muerte llamó a su hijo para confiarle un último secreto. El hijo se inclinó sobre su padre moribundo y de Santis le dijo: Hijo, ¡me aburre el Dante!
--Este secreto póstumo de Francesco de Santis también nos puede ocurrir a nosotros con cualquiera de los otros grandes autores. Es verdad que puede tener una dimensión el que los aceptemos sólo por el estereotipado respeto cultural; pero fundamentalmente en ellos hay un valor contrastado en el tiempo, y, sobre todo, un valor que nos permite entender la cultura que estamos viviendo. Porque no es solamente leer un libro en sí, sino que estamos leyendo lo que otros han leído antes. Es necesario saber que durante muchas generaciones en Europa se entendía como moral leer las Vidas Paralelas de Plutarco, que la mayoría de los hombres que querían, digamos, fraguarse un destino, incluido Napoleón Bonaparte, leían las Vidas Paralelas. Entonces, cuando nosotros leemos ese libro, no sólo leemos un libro de infinitas recompensas concretas, sino que estamos leyendo también la obra que determinó conceptualmente, imaginativamente, la vida de otros muchos hombres que han tenido un papel fundamental en la construcción de Europa.
--Luego la lectura de los clásicos tiene una doble recompensa.
--Así es. La de su interés intrínseco y la de todos los que la han leído. Y es una lástima que todas las personas que hemos sido lectores precoces hemos leído las grandes obras de la literatura a una edad que no podíamos entenderlas. A los dieciséis años uno no se entera de Madame Bovary; y no se entera porque a los dieciséis años uno todavía no ha sido señora adúltera de provincias. Después, más o menos, con los años llega uno a serlo. Tiene que pasar un cierto tiempo para comprender el mensaje que supura una obra como Madame Bovary. En su momento la lees, pasas los ojos por sus páginas y quizás te queda alguna imagen, pero obviamente la obra la pierdes. De ahí que la lectura de los clásicos vaya acompañada de la obligación de releer. Yo creo que a partir de una cierta edad –pongamos los cuarenta años, por poner una edad carismática--, las personas inteligentes releen más que leen.
--Ya tenemos dos; vayamos ahora por el tercer consejo.
--El tercero es un consejo antiunamuniano, porque Unamuno da el consejo opuesto. Es a favor del libro y no en contra del libro. No se debe comprar un libro y decir: voy a leer este libro a ver qué tonterías dice. Hay que vivir el libro mientras se está leyendo (no creérselo, no convertirlo en un dogma), pero hay que buscarle la parte positiva. O sea, leer a favor, aunque una vez se haya acabado, uno diga: bueno, la verdad que se puede decir bien poco a favor de este libro. Pero, al menos, durante su lectura, de la misma manera que mientras vemos una película o una obra de teatro, uno actúa como si quisiera que le gustara, como si fuera amigo del autor. Si luego no gusta, mala suerte.
Miguel de Unamuno decía: la mayoría de las personas subrayan en los libros aquellas ideas que coinciden con las suyas, yo subrayo aquellas que están en contra de las mías. ¿Se refería usted a esta cita al hablar de consejo antiunamuniano?
Efectivamente. Y aunque él da el consejo inverso, yo pienso que lo hace con una idea parecida a la mía. Unamuno leía buscando la polémica con el libro. En cierta forma era darle la razón al libro, es decir, vamos a buscar aquello que en el libro es fuerte, vamos a buscar aquello que va en contra mía, aquello que no es rutina sino que me choca. Creo que en el fondo, a pesar de que la apariencia es diferente, era otra manera de recomendar la lectura a favor del libro.
--Ahora le toca el turno al cuarto.
--El cuarto sería llevar siempre un libro encima, puesto, para esos momentos en los que no hay nada que hacer (no hay nada largo que hacer); momentos brevísimos, fugaces, en los cuales el libro puede introducir una dimensión, digamos, de infinito. El libro puede ser una puerta abierta al infinito entre dos actividades diferentes. Gregorio Marañón hablaba de que él era trapero de su tiempo, que aprovechaba trocitos y trocitos de su tiempo para ir haciendo cosas. La lectura es una buena forma de aprovechar los ratos que nos van quedando del tiempo, esos flecos sin uso que van quedando del tiempo, las esperas, los viajes, etc., en el fondo son veinte minutos. Y veinte minutos leyendo a Cortázar no son veinte minutos mirando el techo del autobús esperando que arranque. El autobús, el tren, la salas de esperas, etc., pueden ser lugares que por medio del libro se hagan infinitos. El libro puede dar una fuerza de infinito a cualquier momento fugaz o pasajero.
--No hay quinto malo, dice el refrán.
--Este sí lo leí en don Miguel de Unamuno. Es no leer siempre el mismo libro a todas las horas del día. Los libros también tienen sus momentos, sus horas, sus circunstancias. Coger un libro a las nueve de la mañana y cada vez que va uno a leer, leer el mismo libro hasta tirarlo de asco a las doce de la noche, quizás no sea el mejor proceso. Lo mejor es tener un libro para cuando se está en la cama, antes de dormir; otro para cuando se está viajando; tener un libro para las horas de trabajo, para las sobremesa, etc., es decir, quizá sea bueno buscar el tipo de lectura que corresponda a cada momento del día y elegirla respecto a él. Yo, por ejemplo, he probado las biografías en los viajes. Leer biografías durante un viaje es muy de agradecer. En el fondo la misma biografía es un viaje. Y los viajes se parecen todos ellos a las biografías.
--Es importante , entonces, abrirse a las posibilidades de leer libros diferentes al cabo del día y, sobre todo, saber a qué hora del día corresponde leer un libro más abstruso o de más fácil lectura. O sea, es importante saber seleccionar el libro según el momento.
--Cierto. A la hora de irse a la cama, un poco cansado, leer la Trilogía del Espíritu, de Fréderic Hegel, tal vez no sea lo más aconsejable, salvo que uno padezca insomnio y quiera dormirse cuanto antes. De la misma manera, cuando estás lleno de posibilidades de trabajo, leer la novelita policiaca quizá fuera un poco desperdicio. Por eso es bueno elegir al cabo del día los momentos que nos permita concentrarnos más en las obras. Y tener varios libros leyendo a la vez es un buen negocio.
--Ya sólo nos quedan dos consejos: el sexto y el siguiente.
El sexto sería leer los libros hasta el final. No digo que se los lea uno todos los libros desde la primera línea hasta la última; nadie lee así. Hay por ahí un método, que atribuyen al presidente John F. Kennedy (que por otra parte estoy convencido que no leyó en toda su vida un libro entero), pero, en fin, dicen que él leía los libros de una manera transversal, de lado, no sé cómo. No hay que ser el presidente Kennedy para que se le ocurran estas cosas.
Hay libros que se pueden leer escrutando línea a línea, porque realmente la gracia que tienen está en cómo dicen las cosas. Estos libros no se leen línea a línea, sino que se relee varias veces la misma página, y le da a uno pena que se acabe. Si tiene 300 páginas y va uno por la 280, vuelve uno tres capítulos atrás para poder deleitarse nuevamente. Y hay otros libros que los mira uno un poco así y dice: bueno, más o menos esto va de… y se pasa a la siguiente página, y así hasta el final. Pero es importante leer hasta su conclusión porque la opinión del autor puede ser una opinión de conjunto.
--Hemos llegado al último, el séptimo.
--El séptimo es leer para compartir el mundo. En el fondo, la lectura, la literatura, es una forma de compartir el mundo. Cada uno de nosotros vivimos en un mundo privado; todos tenemos un mundo propio, personal, de ahí lo irrepetible de la muerte de cada hombre. Cuando un hombre muere, no solamente muere una persona, sino que muere una concepción del mundo, una visión del mundo que nunca se volverá a dar. Esa persona ha visto la vida, ha sabido lo que es el placer, la angustia, el gozo, la alegría, el sufrimiento, de una manera, quizá, irrelevante, pero en cualquier caso nunca volverá a darse de la misma forma. Con cada persona, con la más trivial, con la más insignificante, con la menos erudita, con la menos interesante aparentemente, muere una concepción de la vida que jamás volverá a repetirse.
--Puesto que todos estamos condenados a morir y todos somos prisioneros de nuestra propia concepción, de nuestra forzosa visión unilateral, leer es una forma de compartir el mundo.
--Leer es conocer los otros mundos, los mundos de los otros; los mundos creados por otros, los vividos por otros. Las experiencias en las cuales han vivido otros. A lo mejor en el libro lo que se pone son unas cuantas palabras que sorprendentemente corresponden a nuestras vivencias. Ese es el éxito de los grandes poetas. El gran poeta es el que para una experiencia absolutamente personal (a él le abandonó la amada, temió la muerte en tal momento, etc.) produce un verso que a seres que vivimos siglos antes o siglos después –vamos, siglos después, porque si viviéramos siglos antes no lo hubiéramos leídos--, o años, o lo que sea, en otra época, en otro continente, en otras circunstancias históricas diferentes, nos hace sentirnos mágicamente identificados con las expresiones que ha utilizado.



jueves, 31 de enero de 2008

EL AUTOBÚS DEL MARTES

Los viejos, que son los que han vivido más tiempo, dicen que el martes es un día maléfico, pavoso, de mala estrella, el día de la semana menos propicio para llevar a buen puerto cualquier intento venturoso del tipo que sea. Los viejos, por ser los más veteranos, afirman que el más ínfimo de nuestros actos está sostenido por el hilo caprichoso o no de los hados. Quizá la experiencia y los sucesos diarios hayan contribuido a señalar el martes como el día más dejado de la mano de la suerte, más en vilo, en tenguerengue, en definitiva, un día de mal agüero, que más vale quedarse en la cama, sin salir a la calle.
Sin embargo, desde que advertí que el martes era el único día que me la encontraba y la veía, la semana se me convirtió en la sala sombría de una estación remota, a la espera de que llegara, con ella, rubia y tostada, entre el gentío hambriento del autobús universitario. Cada siete días el martes llegaba, puntual como un reloj suizo, y soleado desde hacía varias semanas, desde que la conocí, reluciendo su melena rubia, y me ahogué al verla en sus ojos oceánicos.
A partir de ahora, el martes es para mí el día más maravilloso de la semana, a pesar de lo que digan los viejos, mientras me la encuentre, la ame y la desee; mientras pueda ver su sonrisa triste, su glúteo mínimo y su mirada cristalina y cínica. ¡Ay, cuánto me gusta esa mirada mentirosa!
El martes, desde ahora, desde siempre, como el Oliveira de Rayuela que anda al encuentro fortuito con la Maga, camino sin buscarla pero para encontrarla, embrujado de su hechizo semanal, más intenso al mediodía, a la hora de comer, cuando nos encontramos en el autobús, siempre en el autobús, camino de casa.
--¡Hola! --me saluda--; siempre nos vemos aquí.
--Y en martes --apunto.
Pero no le digo que yo la veo constantemente, incesantemente, ensoñándola, moldeándola como un escultor de ilusiones con el barro lúdico de mi deseo, más excitante que la propia realidad, que ella ahí cogida a la barra del techo, com ahora, que siempre nos toca ir de pie.
--La has visto hoy --le pregunto.
Ella, Eva, la chica del autobús, está enamorada de otra eva, como yo lo estoy de ella, si se me permite hacer comparaciones. Por eso, cada martes, mientras yo la busco ella busca a la otra, y no nos encontramos ninguno de los tres, aunque uno esté a su lado, como si fuéramos un triángulo que ha perdido los vértices.
--La has visto hoy.
--No; hoy tampoco --me responde.
Y se pone seria, contrariada, mimosa, más voluptuosa si cabe, cariñosa. Sujeta a la barra, en actitud de abandono me mira a los ojos (¡ay, que me ahogo!), apoya la frente en mi pecho, un segundo que me parece un siglo, le digo palabras de ánimos, aunque en realidad lo que estoy haciendo es dándome ánimos, compadeciéndome, muriéndome.
--No, hoy tampoco --me dice.
--Ya la verás --le digo--. No te preocupes.
--No, si no me preocupo, pero me gusta verla --añade--. Me gusta, es preciosa; si la vieras... tiene una cara divina. Es rubia, como yo; lo normal sería que me gustara morena, pero no, es rubia y me gusta, y yo también le gusto.
--¿Tú cómo lo sabes?-- le inquiero.
--Lo sé --me responde--; me mira. Ella se ha dado cuenta; nos miramos las dos y lo sabemos: nos gustamos.
--Dile algo --la animo.
--Sí, quiero hablarle; pero no me atrevo. Me da corte... No sé qué decirle, pero le hablaré la próxima vez que la vea. Últimamente no la veo, hace dos semanas que no nos tropezamos, ni el martes pasado ni hoy.
--Me he puesto celoso --le bromeo.
Se sonríe, se ríe, con la boca entreabierta, semiabierta, y me mira con sus ojos brillantes, azules, mentirosos, penetrantes y pícaros. Me mira con su risa burlona y graciosa y vuelve a sonreir sin dejar de mirarme; y entonces, como la que no sabe de qué va la cosa, me dice:
--Ahhh, sííí.
-Claro que sí, de ella tengo celos --le respondo--. No de tu novio, de ella, porque es por ella por quien suspiras --le digo--, aun siendo consciente de que le estoy diciendo una cursilería.
--No suspiro --me corrige.
--Es una forma de decir, joven.
Pero el que suspira soy yo, literalmente. Suspiro por la rosada candidez de sus labios, finos, limados por la lujuria, lúbricos y astutos.
--A lo mejor me enamoro de ella también --le digo.
--¡Nooo!--protesta--. Bueno, sí --rectifica--. Me gustaría que todo el mundo se enamorara de ella. Es tan bonita...
El viaje se acaba, el autobús ha frenado. Nuestro encuentro es el viaje, es como el viaje: efímero, semanal, lleno de obstáculos, incómodo, agradable; un viaje que nos lleva sólo a comer cuando mi apetito es sensual, sexual; un viaje equivocado, asfaltado de humo. Nos bajamos y nos despedimos, hasta el próximo encuentro, en el autobús del martes.

miércoles, 23 de enero de 2008

DULCE SERPIENTE

1

...Y te soñaré, dulce serpiente, mientras las estrellas se mojan, y nuestra música es golpeada por el sueño, el cansancio y la apatía. Esta noche te quiero más que nunca. Te siento dentro de mí, viva y sonriente; te siento nadar en mi sangre; te siento respirar. En la penumbra de esta soledad rezuma tu olor, tu presencia, tu ausencia, tu vida, mi esperanza.
Llegará la noche clara y nuestros labios cortarán el aire de la distancia, y nosotros, como dos serafines hadados, deslizaremos nuestras manos por encima de lo eterno, y alegres, recogeremos al respirar el aura perfumada de los lirios, el halo refrescante de una vida sencilla: vida que será más nuestra porque los dos velaremos por ella.
...Y te soñaré, aunque no haya estrellas ni lluvia, porque eres para mí todo el universo.


2

El mar dorado al infinito, gaviotas de espuma, el mar entre negro y cansado, retozando del día que se va. Inmensas nubes de lana, grandiosas rosas de platero, el mar rugiendo su melodía cadenciosa, y nosotros en la arena, en la orilla, entre arrumacos, escuchando silenciosos su piafar de sifón, el mar, la mar, bramando su cadencia de vivo, su cadencia de muerto, y nosotros sintiéndonos, escuchándonos, y escuchando sin mirar el sempiterno quejido del mar.
El mar nos mira, dulce serpiente, alargándose como un tejado de olas; nos sonríe, con su sonrisa imbricada de agua bañada; infinitamente nos contempla con su mirar salado, el mar, la mar, dulce serpiente, y el canto de la noche, y la brisa del silencio, y el sueño reluciente de las estrellas, todo, nos acerca, nos besa, nos enamora.
El mar, la mar, esa inmensidad infinita de la alegría que nos da vida, nos puede salvar, ¡ay!, y ahogar.


3

Dos océanos profundos son tus ojos, dulce serpiente, penetrantes, esquivos y burlones; dos ojos como dos eternidades: inabarcables y misteriosos. Tu cabello es largo, liso, rubio, brillante y suave como el cendal. Tienes el rostro ovalado, bello, proporcionado; la nariz afilada; la boca hermosa, lujuriosamente grande. De tu cuerpo, sobresalen, por igual, dulce serpiente, tus senos prominentes y tus caderas voluptuosas, más sensuales aún al contemplar tus andares rítmicos, ligeros y apresurados, como si continuamente buscaras el infinito. No obstante, criatura maravillosa, lo que más me cautiva es tu mirada: curiosa, inquietante, vivaz, interrogativa...; una mirada que en ocasiones se muestra inquisidora y desafiante, ora burlona ora provocativa; una mirada que a su vez es también una cortina, un parapeto, una coraza y un muro: el pilar que sostiene tus dudas y tus tormentos.
Tus ojos, dulce serpiente, tus ojos... dos espejos celestes que emergen del abismo de tu adolescencia virginal.


4

Como el náufrago que advierte en lontananza el dibujo nublado del barco salvador, así tu presencia de espuma, dulce serpiente, infinita como el horizonte, alegra mi existencia.
Como los vientos sin luna elevan la hojarasca a los confines celeste de lo eterno, así tu sonrisa de nardos, efímera como el aliento, enaltece mi espíritu.
Existencia, sonrisa, espíritu y presencia: todo tu ser absorbe mis sentidos: tu tez albina, tus manos delicadas, tu abundante cabello encampanado... y el mirar cristalino de tus ojos almendrados.
Todo en ti me fascina y embelesa, dulce serpiente, como el rocío hechiza a la mañana cuando acaricia su rostro adormecido

lunes, 21 de enero de 2008

PAMPANADAS Y PAPARRUCHAS

HIROSIMA MON AMOUR


En el recuerdo el fondo de la guerra, el gris turbio de un pasado reciente. El amor difuminado, al principio, burbujeante de intervalos, con brazos perlados de sudor efímero, de encuentro fugaz. Amor y guerra. Reconstrucción del pasado para olvidarlo. Hombre y mujer. El hombre y la mujer como centros del amor y la guerra: Hiroshima mon amour, por ejemplo. Sembrar amor donde se cernió la guerra, la destrucción, la separación.
Amarse sin conocimiento del otro. Conocerse después de haberse amado. O conocerse mientras se aman, al alimón.
Alguien escribió que el presente es un futuro pasado, que el presente es un futuro que aún no ha llegado, o algo parecido. Amor con el fondo incendiado por la guerra. Hiroshima mon amour. Amor presente de una guerra pasada. Amor pasado de una guerra olvidada. Recuerdo y olvido. Recordar el pasado para olvidarlo: para reivindicar el futuro.


DORADA ILUSIÓN


Salí a buscarla y fui al bar donde siempre la encontraba, pero esta vez no estaba allí. Miré hacia la silla que ella ocupaba en ocasiones anteriores. Siempre la misma silla, siempre el mismo lugar. (Aunque no fuera la misma silla, no importa, porque el amor es ciego y unificador.) No estaba allí y posé mis ojos cansados en el mimbre agujereado de la silla solitaria, claroscuros agujeros de la huida, por donde se me escurrió, por donde se deslizó hasta mi pensamiento presente/ausente, con esa barra estructural, que es como una lanza diagonal que cierra el paso, barrera que nos separa y nos evita.
Me senté en su silla, con cautela, para no rozar su aura, para no asfixiar su recuerdo, para aleccionarlo.
Me senté y la soñé de pie escrutándome, con sus labios rosas y su mirar sonriente. Yo le asía su mano terciopelo, grácil, frágil y resbaladiza. La mano se me escapaba como si fuera un pez asustado. La volvía a sujetar y tornaba a separarse. Así pugné durante mucho rato, hasta que, por fin, tumbé su fortaleza, se abrazó a mi cuello y rozó su tez por mi asombro, con suavidad, susrrando junto a mis oídos palabras violetas y axhalaciones tibias.
Todo era como una brisa menta, como un vientecillo fresco que se me antojaba cariñoso y bienhechor.
Cuando desperté estaba junto a mi, pero entonces ya no la vi.

miércoles, 9 de enero de 2008

PUNTO DECISIVO

El joven tenista, después de ganar el anterior punto en disputa, se limpió el sudor, de espaldas a la red, en uno de los rincones de la pista, al tiempo que escuchaba complacido la atronadora ovación que el público le tributaba. Se sentía satisfecho con el juego que estaba realizando, y, ahora más que nunca, dichoso por ver incrementadas sus posibilidades de triunfo. Cierto que estaba a un paso de la victoria en la final de Rolland Garros, pero no debía confiarse en absoluto. Frente a él se hallaba el campeonísimo Pete Sampras, indiscutible número uno de la clasificación mundial durante más de un lustro y brillante vencedor en medio centenar de torneos del circuito A.T.P., entre los que destacan más de una docena de grand slams, sin incluir en ellos el Abierto de Francia, la cita parisina que en ese momento le ocupaba y único torneo de los cuatro “grandes” con el que no había podido engrosar su envidiable palmarés. Sin duda, el adversario más temible de cuantos pudieran haberle tocado en suerte, pero también el que más prestigio otorgaría a su éxito, si finalmente éste llegaba a producirse, aunque tenía claro que el jugador norteamericano no le iba a facilitar la victoria, antes al contrario, vendería cara su piel, oponiéndole la mayor resistencia.
El joven tenista, tras secarse el rostro y las manos, devolvió la toalla al recogepelotas y se dispuso a recibir el saque de su contrincante. Mientras se situaba junto a la línea de fondo, paralelo al cuadro de recepción, un poco escorado a la izquierda, oyó la voz metálica del juez de silla que, por sobre la algarabía del público que se apagaba, anunciaba el tanteo: thirty-forty. Instintivamente alzó la vista hacia el marcador electrónico que coronaba uno de los frontis del recinto deportivo y vio, en efecto, cómo junto a su nombre se alineaba un luminoso 40, en tanto que en la fila del rival se reflejaba el número 30.
--Match point --pensó-- Ahora es la mía.
En el otro extremo de la cancha, cariacontecido por el rumbo del encuentro, Pete Sampras, con la cabeza gacha y la mirada quieta en un punto fijo de la arcilla del suelo, buscaba la concentración, sin dar crédito a lo que le estaba sucediendo. Durante un rato permaneció inmóvil, sin mover un solo músculo del cuerpo; tras volver en sí, se limpió la frente con la peculiar manera que lo caracteriza, arrastrando el reverso del dedo anular por encima de las cejas y sacudiéndolo al aire. A continuación, con el mudo gesto de alargar el brazo izquierdo, solicitó bolas a uno de los muchachos recogepelotas. Con ceremonial parsimonia examinó hasta cuatro de ellas, seleccionando las de mejor textura y mayor presión, para, por fin, desechar dos y quedarse con el otro par. Se guardó una bola en el bolsillo del calzón y botó la otra golpeándola con la raqueta. El veterano tenista se disponía a defender su servicio para evitar la inminente derrota ante el bisoño jugador procedente de la fase previa, y, sobre todo, para no desaprovechar quizás la última oportunidad que le deparaba el tenis de ganar en las instalaciones del Bois de Boulogne.
Colocó la punta del pie izquierdo por detrás de la línea de fondo, a menos de un metro de la marca que señala el centro de la raya, encorvó el cuerpo flexionando las piernas, se acomodó el puño de la raqueta a la mano derecha, y con la otra botó la bola, una, dos, tres veces... cuando de repente el público rompió en aplausos, trac trac trac, en progresión ascendente, en un postrer intento de insuflar ánimos al campeón. Sampras dejó de botar la pelota, giró sobre sí mismo, y se alejó varios pasos de la línea que delimita el rectángulo de juego, buscando nuevamente la concentración. El árbitro tuvo que intervenir en varias ocasiones para acallar el clamor del gentío.
--¡S`il vous plaît! ¡Silence, s`il vous plaît!
Entretanto volvía el silencio a las gradas y se reanudaba la contienda, por la mente del novel aspirante circulaba veloz, como fogonazos de imágenes soñadas, toda su trayectoria por el reputado torneo de Francia. Las nueve eliminatorias que había jugado hasta llegar a la final se le aparecían ahora como nueve secuencias de una misma película, incluso con escenas repetidas, donde se veía multiplicado, alzando los brazos, en señal de victoria, a los cielos de París. En todos los partidos había tenido que batallar con denuedo para salir airoso, pero en ninguno pugnó tanto como en el cuarto de su cuenta particular, ya en primera ronda del cuadro absoluto. Después de competir con tres inafamados tenistas como él, el bombo del sorteo lo emparejó con el campeón de la edición anterior, el brasileño Gustavo Kuerten. Fue, sin duda, la eliminatoria más trascendente; no sólo porque a la postre resultara la más competitiva de todas, sino porque al margen de colmarle de confianza le allanó su estancia en el torneo. Había llegado desde El Rubio a París sin nada en su mochila, salvo ilusiones, y la victoria ante Kuerten contribuyó fundamentalmente a que los mass medias propagaran su situación. Se supo entonces que el joven tenista no tenía entrenador, ni patrocinadores, ni apenas raquetas; que jugaba siempre con las mismas zapatillas, que lavaba su indumentaria en una fuente pública y que dormía en un parque a la intemperie. En seguida todo se solucionó. De la noche a la mañana su situación cambió de manera radical, mayormente después de superar en la siguiente ronda al francés Cedric Pioline. Le llovieron las ofertas que intentaban favorecerlo, y la prensa ya no hablaba tanto de sorpresa y sí de un nuevo talento. Todo eran elogios. Luego ganó al chileno Marcelo Rios y creció la estimación por su tenis. Las apuestas británicas sufrieron una enorme convulsión al no tenerlo incluido en la lista de posibles ganadores. En octavos venció al sueco Norman y se consolidó como un firme candidato al triunfo; en cuartos eliminó a su compatriota Alex Corretja; y en semifinales al genial e imprevisible ruso Marat Safín, en un partido espléndido.
Su recorrido imaginario por el torneo había aislado al joven tenista de su fabulosa realidad. Se hallaba en la pista central totalmente abstraído, como fuera de sí, repasando la final contra Sampras, cuando advirtió que éste solicitaba su atención, mostrándole la bola desde lejos. El joven tenista respondió a la llamada del americano gesticulando a su vez con la mano alzada y se preparó para recibir el saque. Sampras volvió a situarse junto a la línea de fondo, encorvó el cuerpo, botó la pelota varias veces y la lanzó al aire, impactándola fuertemente con la raqueta. El zurdo tenista se movió rápido para devolver el servicio, pero antes de golpear la pelota sintió un violento dolor en el codo izquierdo... y se despertó.
Durante unos segundos permaneció confuso, como aturdido, sin saber dónde estaba. Pero en seguida recobró el entendimiento y reparó que se hallaba en una cama de hospital y que había estado soñando. Entonces recordó que lo habían operado de una epicondilalgia y que seguramente todavía estaba bajo los efectos de la anestesia. No lo desanimó, sin embargo, el retorno a la vigilia. Porque mientras observaba a la enfermera colgar de un gancho la botella de suero, en el duermevelas de su conciencia aún resonaban los ecos del público de Rolland Garros.

lunes, 7 de enero de 2008

Primera derrota de Nadal en 2008

El tenista español Rafael Nadal ha perdido su primer partido de la temporada que comienza. Ha sido en la final del torneo de Chennai (India), ante el ruso Mikhail Youzhny. Hasta la fecha, de diez enfrentamientos en el circuito ATP entre ambos tenistas, es la cuarta vez que el jugador mallorquí sale derrotado en el envite. Aunque el balance es favorable al español, teniendo en cuenta los precedentes, la noticia en sí no tendría mayor relevancia si no fuera por lo contundente del resultado: 6-0 y 6-1, en apenas 57 minutos de juego.
Una vez más, como siempre que pierde un partido, Rafael Nadal ha demostrado ser un caballero del tenis: "Misha jugó muy bien y debo felicitarle" dijo el número dos del mundo, a la finalización del match. "No quiero poner ninguna excusa. Jugué cuatro horas el sábado y quizás fue demasiado volver a la pista menos de veintecuatro horas despues para jugar la final". "No tengo ninguna lesión, sencillamente no me había recuperado. Llamé al fiosoterapeuta para que me ayudara a mitigar el cansancio", concluyó el triple campeón de Rolland Garros. Nunca resta méritos al rival ni pone pretextos a la derrota. Todo un campeón, dentro y fuera de las pistas, del que deberían aprender los nadalistas.
En efecto, Nadal afrontó la final de Chennai sin tener apenas tiempo para recuperarse tras el partido contra su paisano Carlos Moyá. Sólo trece horas separaron un partido de otro, después de disputar el encuentro de mayor duración a tres sep de la era Open. "Rafa no era Rafa. Hoy no he jugado contra él", resumió el tenista ruso. Youzhny que es un bromista, en la ceremonia de entrega de premios, agradeció a Moyá el partido del día antes, para terminar diciendo: "Hoy no he vencido yo, ha sido Rafa el que ha perdido".
En definitiva, todo el mundo de acuerdo en achacar al cansancio la merma de facultades de Nadal en el partido de la final. Pues bien, ese argumento que en cierto modo justifica al jugador ante la derrota es precisamente el que me ha inducido a mí a reseñar la noticia en este blog. Pero para defender la tesis contraria.
Salta a la vista que Rafael Nadal es un deportista que posee una capacidad física portentosa. Basta con mirar su figura musculosa para dar fe de ello. Por si no es suficiente argumento la obsevación de su aspecto fibroso, impresiona ver con qué velocidad se desplaza por la pista y cómo responde a bolas que parecen imposible de devolver. Pero no sólo física, también mentalmente ha dado muestras más que suficiente de su fuerza prodigiosa. Sirva como ejemplo de esto último la serenidad de ánimos con que aborda los puntos cruciales en los partidos. Sus nervios de acero son una garantía de éxito en los momentos críticos. Para llegar a número dos de la ATPtennis tan joven y mantenerse todos estos años sin apenas competencia que lo amenace, lógicamente son necesarias ambas cualidades, además de ostentar sabiduría tenística. Pero a mi entender Rafael Nadal es un tenista técnicamente limitado: posee un saque dubitativo, irregular y, en muchos casos, poco veloz para la órbita en que se mueve; su volea es pobre o casi nula; el revés poco definitivo, y con la derecha (en su caso, la izquierda) tan liftada a veces que apenas le corre la bola. Su tenis se basa fundamentalmente en su extraordinaria potencia, casi nunca en la técnica; sólo emplea ésta una vez que contrarresta el poderío del rival, al que va minando poco a poco en una labor de desgaste en largos peloteos, para terminar anotándose los puntos, la mayoría de las ocasiones más por fallos del otro --inducidos por él, claro-- que por aciertos propios. Por lo general desarrolla un juego eminentemente defensivo, apenas creativo, y nada vistoso, incluso con tenistas que están muy lejos de su categoría. Por eso el día que le fallan las fuerzas es objeto de esas derrotas tan estrepitosas. Ya el año pasado le ocurrió un par de veces al final de temporada tras ganar el día antes después de un tremendo esfuerzo. Ojalá me equivoque, pero pienso que lo que lo ha encumbrado a la cima del tenis mundial --su tenis de brega--, lo puede bajar antes de tiempo si no dosifica el desgaste.
Supongo que Nadal llegará pronto a ser número uno de la clasificación mundial, porque estimo que Roger Federer tendrá que ceder alguna vez el puesto. Pero la cuestión es saber durante cuánto tiempo lo mantendrá. Porque detrás viene el serbio Novak Djokovic como una moto.

jueves, 3 de enero de 2008

A MODO DE POEMAS

Voy a ccomenzar el año exponiendo en el blog dos poemas (o lo que sean) que aparentemente se contradicen entre sí, pero que en cierta manera se complementan, como las dos caras de una misma moneda.
Uno habla de la guerra, de los avatares de la guerra en general..., y el otro es una apuesta por el presente, aunque dicho sea de forma elíptica.
El primero lo escribí hace... años, al comienzo de la guerra del golfo Pérsico, durante los bombardeos de Estados Unidos a Irak. El poema está dedicado a los mártires de esa guerra y no tiene nombre, de la misma manera que carecen de nombres las víctimas de todas las guerras. (Por extensión también va dedicado a todas las víctimas de todas las guerras.)
El otro poema de titula NOSTALGIA y es --o pretende ser-- un alegato contra los recuerdos, contra los malos y los buenos recuerdos; pero al mismo tiempo es una llamada a la vida y una invitación a disfrutar el momento.



A los mártires de la Guerra del Golfo Pérsico


Lívido el ambiente como la noche lívida.
Duermen las estrellas para que brille el miedo.
El mundo está en guerra, pero nadie lo sabe;
La vida se alimenta de horrores y pesares.

Quieto todo permanece, como la tierra quieta.
Trémulo de sombras el día se estremece.
Todo es inmutable: nada se mueve.
El mundo está en guerra, pero a nadie conmueve.

Sólo los misiles hablan su dialecto de sangre.
Sólo las balas balbucean gritos de balde.
El mundo vive una guerra: una guerra en el aire.

Cárdena la luna de luz ensangrentada,
Cárdena de negra sangre atormentada.

El cielo está pálido; el sol se está apagando.
La muerte se barniza de arena nacarada.

El mundo está en guerra, se desgrana.
Las bombas batallan; los hombres estallan.
La guerra es de todos, pero nadie la gana.

La paz no aparece: se oculta, se calla.
Sólo las voces de los muertos la claman.


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NOSTALGIA

¡Ay de la nostalgia!
Carcoma del alma, roedora sin escrúpulos
que perturba su placidez
y la atormenta.
¡Ay de la nostalgia!
Filoxera sin entrañas, descubridora cruel de
[hazañas pretéritas
que dormían silenciosas
en las galerías del olvido.
¡Ay de la nostalgia!
Añoranza del pasado
de esos retazos inservibles
trozos magnificados del ayer
que nos muestran recuerdos
borrosos
de otros instantes,
fogonazos de luz de la conciencia
de lo que pudo haber sido
y no fue
y de lo que fue
y nunca jamás será.
¡Ay de la nostalgia!
Huid de la magia de los momentos fugaces
de la memoria,
traidores del presente
que iluminan
el tiempo evaporado.
¡Ay de la nostalgia!
¡Temedla!
Como a bruja moruna,
cual Sibila inclemente
que refleja en su hechizo
el perfil de lo ausente:
la infancia perdida
el río inexistente
la casa destruida
el árbol cortado
la juventud briosa
los juegos olvidados;
el amigo perdido
el amor frustrado
los llantos de nieve
las riñas de seda
los besos, los abrazos...
las mujeres idas
y las que nunca llegaron.
¡Ay de la nostalgia!
Pitonisa de la niebla
maga de las brumas
retratista de sueños
al albur de la luna.
¡Ay de la nostalgia!
Tejedora de humo
bruñidora del viento
con su pala de espuma
desentierra lo muerto.
¡Ay de la nostalgia!

Poema