miércoles, 26 de marzo de 2008

HOMENAJE

En memoria de Luis Sánchez Polack “Tip”.

Don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, familiar de tercera generación espontánea de Luis Sánchez Polack y pariente lejano por la vía del tren de Cuenca de José Luis Coll, ¡qué hombre, que genio, qué bendito, qué mastuerzo!, escribió un libreto de música de cámara para avispas viudas con tiza del Kurdistán. Tiriririrí tiririrá tiriririiiiiiii riri ra. Así de esta guisa de lentejas con chorizo machacó los tímpanos de la población mundial hasta que una mañana, mientras ensayaba por eñésima vez con un cuarteto de cuerdas de raquetas, a su madre, al oírlo tocar, de la emoción se le rompió el corazón por la espina dorsal; de la emoción y de una pedrada que le lanzó un vecino ventrílocuo con un tanque de cerveza a mil kilómetros de distancia.
El pequeño contratiempo de su progenitora madre, que en adelante resopló en andas de camello de lo Mónaco por no molestar, no le impidió a don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, proseguir su carrera de veinte mil millas de viaje submarino hasta Argamansilla de Alba, donde, después de hacer contrición de sus pecados verdiales ante el obispo de Mondoñedo, se insufló varias lavativas de guarapo de serrín para curarse los golondrino.
Tras la gesta, la hazaña y la gilipollez, de chiripa no lo hicieron ministro de Patrañas y Pajarotas del gobierno Zapatero, en su quincuagésima sexta edición. De chiripa y porque Rubalcaba que venía de apadrinar al abuelo imberbe de Nabucodonosor en las aguas del trasvase del Ebro, se plantó frente al Presidente con gesto avinagrado y salpimentado, y, amenazándolo con el dedo de Colón señalando a Pepíño Blanco, le dijo con voz de trino: “¡Esooo ni hablaaar! ¡O don Sutuuur o yooo!” Y ZP después de echarle medias suelas a las botas katiuskas de Hugo Chávez, por no contrariarle y porque conocía las malas pulgas de los colchones de pajas de la guerra del Vietnam, nombró ministra a Magdalena Álvarez para que fomentara los socavones de la patria.
Pero la negativa de Zapatero en lugar de amohinar a nuestro héroe le dio alas, y don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, espécimen feraz y sicalíptico, fue volando sin brújula desde la explanada del Palacio de la Moncloa hasta una taberna de las afueras de Almendralejo, donde aterrizó de plano sin daños a terceros encima de la cocinera filipina que a la sazón freía unas lombardas a la japonesa, alborotando a los parroquianos. Una vez pasada la confusión de los primeros tres meses, don Saturnino, arrepentido de media pierna para abajo y parte del páncreas, con la mirada hundida en el pavimento por si encontraba alguna guía Campsa y la mano en la cartera para que no se la birlaran, pidió con humildad unas perrunillas con vino de la casa. Y añadió con calculada suficiencia: “Que sean semipelagianas”. El camarero, ante tan noble demanda, con acento aterciopelado y las lágrimas en la botella de ginebra, llamó a la cocinera, que andaba atareada cambiándole los pañales con amoroso asco al retoño in vitro cerámica de don Saturnino Piano de Cola. Éste, ante el turiferario espectáculo materno-filial, responsabilizándose de sus actos más íntimos, puso pies en polvorosa y con una perrunilla entre los dientes no paró de correr hasta caer agotado en un panal de miel de la granja San Francisco. Fue aquí, en tan meloso y placentero lugar, rodeado de abejorros por todas partes menos por una, donde don Saturnino Cantábrico de la Olla Caliente, alias Piano de Cola, se inspiró para su creación maestra, Quítame esas avispas de encima que no me llega la ropa al cuerpo, que le llevaría a dar la vuelta al mundo en un plis plas. Después del grandioso éxito, aconsejado por su primo Luis Sánchez Polack, industrioso consumidor de cebada líquida, que se autoinvitó a acompañarlo por beneficencia, decidió retirarse un par de siglos a descansar a las instalaciones de la Cruzcampo, donde entre pitos y flautas y tambores, y por no estar allí mirando sin hacer nada, arrasaron con la cerveza de varios millones de barriles en un abrir y cerrar de boca. ¡Santo barón!
“Primo Satur --le decía con la confianza que da el alpiste Sánchez Polack a su primo Piano de Cola, entre risas y eructos--, a Coll no lo invites a cerveza, que luego va y la mea”. Y a continuación le daba un sorbo de media hora y cuarto a su jarra de cinco mil litros; luego se iba al waterclose sonando un cencerro por el camino y se quedaba tan pancho.

jueves, 20 de marzo de 2008

Entrevista apócrifa con Fernando Savater





ELOGIO DE LA LECTURA


El gran lingüista Roman Jakobson tenía una broma entorno a un personaje de Jonathan Swift. Se imaginaba Swift, en Las aventuras de Gulliver, un país cuyos sabios no hablaban con palabras sino con cosas. Llevaban un saco, y, cuando querían decir rinoceronte, sacaban del saco un rinoceronte y lo ponían allí delante para que el otro lo viera. Aquello era como llevar el mundo metido en una bolsa, irlo sacando según las necesidades de decir y poniéndolo delante del interlocutor. Las dificultades prácticas del método no hace falta encarecerlas, pues a simple vista se pueden advertir sus complicaciones. Pero Jakobson añadía, socarronamente, una dificultad más. Decía: el problema no es simplemente que si uno quiere hablar de todos los rinocerontes del mundo tendrá que llevar en una bolsa todos los rinocerontes del mundo, que como empresa parece difícil, sino que aunque uno pudiera llevarlos todos y sacarlos, ¿cómo le diría al otro que son todos?
Un tanto exagerada, la anécdota de Jakobson es también reveladora de lo imprescindible de la palabra hablada en la comunicación entre personas. Y si la palabra hablada es importante, la palabra escrita no carece de dicha importancia. ¿Y dónde mejor que en los libros podemos encontrar dichas palabras? En los libros, claro; o mejor aún: en sus lecturas. La lectura es una vía para conocer el mundo, y el conocerlo ayuda a comprenderlo e incluso a compartirlo.
De la lectura, y sólo de la lectura, hemos charlado con el escritor guipuzcoano Fernando Savater, en un ejercicio de apología de la misma, exaltando sus virtudes, que son muchas, y que por otra parte casi nadie ignora.
--Usted, como persona que ha estado atrapado por la lectura durante toda su vida, que seguramente ha debido acumular una serie de hábitos, trucos, etc., dada su constante relación con los libros, ¿qué consejo daría al lector que esta entrevista lea?
--
No le daría uno sólo, sino siete consejos; consejos evidentemente irónicos que el lector no debe tener en cuenta, sino todo lo contrario, que debe olvidar una vez leídos.
--¿Por qué siete y no cualquier otro número?
--Bueno, por poner un número cabalístico. Siete son las maravillas del mundo, siete los planetas, siete los cielos que cubren el mundo…
--…siete las puertas del infierno, siete los sabios de Grecia, siete los días de la semana…
--…y el tres, que es un número divino, y el cuatro, que simboliza el mundo material, también suman siete.
--Y esto para todos los pueblos: musulmanes, cristianos, judíos, idólatras o paganos.
--Así fue siempre.
--Entonces, vayamos por partes, y dígame el primero.
--Que uno haga su propia selección de los libros que quiere leer. Me parece horrible que uno tenga que leer el libro recomendado de turno, por el índice de best-sellers. Por supuesto que está muy bien. Hay personas de nuestro alrededor y en cuya opinión confiamos y si nos dicen: leeros tal cosa que está muy bien, pues uno se fía. Pero, fundamentalmente, los libros son algo enormemente personales. No se puede decir que haya un libro o libros que pueden convenir a cualquier persona. Los libros son muy personales. Hay personas que tiene una línea muy determinada de lectura, otras que tienen líneas diferentes y hay que aceptar esa variedad, esa diversidad, esa pluralidad de bibliotecas posibles. Cada uno de nosotros podemos fabricar nuestra propia biblioteca. Y es bueno, además, que la biblioteca se le parezca a uno. En épocas en las que había menos libros, cuando uno paseaba por la biblioteca de alguien, aprendía a conocerlo. Por ejemplo, en la biografía de los clásicos. En una biografía escrita por Jean Colleren sobre Baruch Spinoza se añade el índice de la biblioteca del filósofo holandés.
--Este primer consejo me parece totalmente válido y digno de tener en cuenta. Espero ansioso el segundo.
--El segundo consejo es convenientemente contradictorio con el primero, por si acaso el primero se lo habían creído demasiado. Es contradictorio porque realmente hay una serie de libros que hay que leer, tenga uno los gustos que tenga. Los clásicos, los libros que han resistido la prueba del tiempo merecen más la pena ser leídos que el último libro que acaba de aparecer en un momento determinado. Cada vez que viajo a una ciudad, por ejemplo, a Roma, siempre pregunto al amigo que lleva allí mucho tiempo qué es lo que debo visitar de Roma. Iré a ver La Piedad, de Miguel Ángel, le digo. ¡Oh, no!, me contesta, La Piedad es una tontería. Sólo los turistas van a ver La Piedad. Y añade a continuación: hay una iglesita a las puertas de Roma, que es muy difícil encontrarla, en fin, tienes que bajar cuatro calles, subir luego tres, le das una propina al sacristán, éste te introduce en la sacristía y, una vez dentro, verás allí colgado un cuadro muy pequeñito, que es muy malo, pero que el pie de uno de los personajes es maravilloso. Según mi amigo hay que ir a Roma a ver el pie del personaje. Y uno, después de haber realizado muchos viajes donde ha sido engañado con muchos pies de personajes, ha llegado a la conclusión de que lo bueno de Roma es La Piedad de Miguel Ángel.
En cierta forma, en el ámbito de la literatura pasa igual.
--Evidentemente uno puede poner objeciones en contra de los grandes maestros de la literatura universal. Se me ocurre ahora la graciosa anécdota de Francesco de Santi, el célebre estudioso italiano que dedicó toda su vida al estudio de la obra de Dante Alighieri, cuando ya en el lecho de muerte llamó a su hijo para confiarle un último secreto. El hijo se inclinó sobre su padre moribundo y de Santis le dijo: Hijo, ¡me aburre el Dante!
--Este secreto póstumo de Francesco de Santis también nos puede ocurrir a nosotros con cualquiera de los otros grandes autores. Es verdad que puede tener una dimensión el que los aceptemos sólo por el estereotipado respeto cultural; pero fundamentalmente en ellos hay un valor contrastado en el tiempo, y, sobre todo, un valor que nos permite entender la cultura que estamos viviendo. Porque no es solamente leer un libro en sí, sino que estamos leyendo lo que otros han leído antes. Es necesario saber que durante muchas generaciones en Europa se entendía como moral leer las Vidas Paralelas de Plutarco, que la mayoría de los hombres que querían, digamos, fraguarse un destino, incluido Napoleón Bonaparte, leían las Vidas Paralelas. Entonces, cuando nosotros leemos ese libro, no sólo leemos un libro de infinitas recompensas concretas, sino que estamos leyendo también la obra que determinó conceptualmente, imaginativamente, la vida de otros muchos hombres que han tenido un papel fundamental en la construcción de Europa.
--Luego la lectura de los clásicos tiene una doble recompensa.
--Así es. La de su interés intrínseco y la de todos los que la han leído. Y es una lástima que todas las personas que hemos sido lectores precoces hemos leído las grandes obras de la literatura a una edad que no podíamos entenderlas. A los dieciséis años uno no se entera de Madame Bovary; y no se entera porque a los dieciséis años uno todavía no ha sido señora adúltera de provincias. Después, más o menos, con los años llega uno a serlo. Tiene que pasar un cierto tiempo para comprender el mensaje que supura una obra como Madame Bovary. En su momento la lees, pasas los ojos por sus páginas y quizás te queda alguna imagen, pero obviamente la obra la pierdes. De ahí que la lectura de los clásicos vaya acompañada de la obligación de releer. Yo creo que a partir de una cierta edad –pongamos los cuarenta años, por poner una edad carismática--, las personas inteligentes releen más que leen.
--Ya tenemos dos; vayamos ahora por el tercer consejo.
--El tercero es un consejo antiunamuniano, porque Unamuno da el consejo opuesto. Es a favor del libro y no en contra del libro. No se debe comprar un libro y decir: voy a leer este libro a ver qué tonterías dice. Hay que vivir el libro mientras se está leyendo (no creérselo, no convertirlo en un dogma), pero hay que buscarle la parte positiva. O sea, leer a favor, aunque una vez se haya acabado, uno diga: bueno, la verdad que se puede decir bien poco a favor de este libro. Pero, al menos, durante su lectura, de la misma manera que mientras vemos una película o una obra de teatro, uno actúa como si quisiera que le gustara, como si fuera amigo del autor. Si luego no gusta, mala suerte.
Miguel de Unamuno decía: la mayoría de las personas subrayan en los libros aquellas ideas que coinciden con las suyas, yo subrayo aquellas que están en contra de las mías. ¿Se refería usted a esta cita al hablar de consejo antiunamuniano?
Efectivamente. Y aunque él da el consejo inverso, yo pienso que lo hace con una idea parecida a la mía. Unamuno leía buscando la polémica con el libro. En cierta forma era darle la razón al libro, es decir, vamos a buscar aquello que en el libro es fuerte, vamos a buscar aquello que va en contra mía, aquello que no es rutina sino que me choca. Creo que en el fondo, a pesar de que la apariencia es diferente, era otra manera de recomendar la lectura a favor del libro.
--Ahora le toca el turno al cuarto.
--El cuarto sería llevar siempre un libro encima, puesto, para esos momentos en los que no hay nada que hacer (no hay nada largo que hacer); momentos brevísimos, fugaces, en los cuales el libro puede introducir una dimensión, digamos, de infinito. El libro puede ser una puerta abierta al infinito entre dos actividades diferentes. Gregorio Marañón hablaba de que él era trapero de su tiempo, que aprovechaba trocitos y trocitos de su tiempo para ir haciendo cosas. La lectura es una buena forma de aprovechar los ratos que nos van quedando del tiempo, esos flecos sin uso que van quedando del tiempo, las esperas, los viajes, etc., en el fondo son veinte minutos. Y veinte minutos leyendo a Cortázar no son veinte minutos mirando el techo del autobús esperando que arranque. El autobús, el tren, la salas de esperas, etc., pueden ser lugares que por medio del libro se hagan infinitos. El libro puede dar una fuerza de infinito a cualquier momento fugaz o pasajero.
--No hay quinto malo, dice el refrán.
--Este sí lo leí en don Miguel de Unamuno. Es no leer siempre el mismo libro a todas las horas del día. Los libros también tienen sus momentos, sus horas, sus circunstancias. Coger un libro a las nueve de la mañana y cada vez que va uno a leer, leer el mismo libro hasta tirarlo de asco a las doce de la noche, quizás no sea el mejor proceso. Lo mejor es tener un libro para cuando se está en la cama, antes de dormir; otro para cuando se está viajando; tener un libro para las horas de trabajo, para las sobremesa, etc., es decir, quizá sea bueno buscar el tipo de lectura que corresponda a cada momento del día y elegirla respecto a él. Yo, por ejemplo, he probado las biografías en los viajes. Leer biografías durante un viaje es muy de agradecer. En el fondo la misma biografía es un viaje. Y los viajes se parecen todos ellos a las biografías.
--Es importante , entonces, abrirse a las posibilidades de leer libros diferentes al cabo del día y, sobre todo, saber a qué hora del día corresponde leer un libro más abstruso o de más fácil lectura. O sea, es importante saber seleccionar el libro según el momento.
--Cierto. A la hora de irse a la cama, un poco cansado, leer la Trilogía del Espíritu, de Fréderic Hegel, tal vez no sea lo más aconsejable, salvo que uno padezca insomnio y quiera dormirse cuanto antes. De la misma manera, cuando estás lleno de posibilidades de trabajo, leer la novelita policiaca quizá fuera un poco desperdicio. Por eso es bueno elegir al cabo del día los momentos que nos permita concentrarnos más en las obras. Y tener varios libros leyendo a la vez es un buen negocio.
--Ya sólo nos quedan dos consejos: el sexto y el siguiente.
El sexto sería leer los libros hasta el final. No digo que se los lea uno todos los libros desde la primera línea hasta la última; nadie lee así. Hay por ahí un método, que atribuyen al presidente John F. Kennedy (que por otra parte estoy convencido que no leyó en toda su vida un libro entero), pero, en fin, dicen que él leía los libros de una manera transversal, de lado, no sé cómo. No hay que ser el presidente Kennedy para que se le ocurran estas cosas.
Hay libros que se pueden leer escrutando línea a línea, porque realmente la gracia que tienen está en cómo dicen las cosas. Estos libros no se leen línea a línea, sino que se relee varias veces la misma página, y le da a uno pena que se acabe. Si tiene 300 páginas y va uno por la 280, vuelve uno tres capítulos atrás para poder deleitarse nuevamente. Y hay otros libros que los mira uno un poco así y dice: bueno, más o menos esto va de… y se pasa a la siguiente página, y así hasta el final. Pero es importante leer hasta su conclusión porque la opinión del autor puede ser una opinión de conjunto.
--Hemos llegado al último, el séptimo.
--El séptimo es leer para compartir el mundo. En el fondo, la lectura, la literatura, es una forma de compartir el mundo. Cada uno de nosotros vivimos en un mundo privado; todos tenemos un mundo propio, personal, de ahí lo irrepetible de la muerte de cada hombre. Cuando un hombre muere, no solamente muere una persona, sino que muere una concepción del mundo, una visión del mundo que nunca se volverá a dar. Esa persona ha visto la vida, ha sabido lo que es el placer, la angustia, el gozo, la alegría, el sufrimiento, de una manera, quizá, irrelevante, pero en cualquier caso nunca volverá a darse de la misma forma. Con cada persona, con la más trivial, con la más insignificante, con la menos erudita, con la menos interesante aparentemente, muere una concepción de la vida que jamás volverá a repetirse.
--Puesto que todos estamos condenados a morir y todos somos prisioneros de nuestra propia concepción, de nuestra forzosa visión unilateral, leer es una forma de compartir el mundo.
--Leer es conocer los otros mundos, los mundos de los otros; los mundos creados por otros, los vividos por otros. Las experiencias en las cuales han vivido otros. A lo mejor en el libro lo que se pone son unas cuantas palabras que sorprendentemente corresponden a nuestras vivencias. Ese es el éxito de los grandes poetas. El gran poeta es el que para una experiencia absolutamente personal (a él le abandonó la amada, temió la muerte en tal momento, etc.) produce un verso que a seres que vivimos siglos antes o siglos después –vamos, siglos después, porque si viviéramos siglos antes no lo hubiéramos leídos--, o años, o lo que sea, en otra época, en otro continente, en otras circunstancias históricas diferentes, nos hace sentirnos mágicamente identificados con las expresiones que ha utilizado.