jueves, 30 de octubre de 2008

La Venus de Urbino

Atalanta Serena se adentró en la cocina, abrió la nevera, sacó de su interior diversas clases de frutas, tomates, un pepino de grande tamaño, zanahorias, hojas de laurel, una botella que contenía limonada y un frasco con esencias violáceas; luego dispuso varios cachivaches y colocó todo de manera ordenada encima de una mesa que había junto al fregadero.
Con movimientos ágiles, casi desatinada, y tarareando una melodía optimista, Atalanta Serena limpiaba y pelaba las frutas, las troceaba e íbalas vertiendo en un cuenco de madera, para posteriormente licuarlas.
Ofelia se acercó a la cocina. Desde la puerta, sin penetrar en su interior, y apoyándose en una de las jambas, le preguntó en tono de burla:
--¿Qué bazofia es esa que preparas?
Atalanta Serena, sin apenas hacerle caso, respondió:
--Satyrión.
El nombre con el que Atalanta Serena denominaba a su exótico mejunje lo había extraído de la literatura clásica. En Grecia se llamaba así a toda bebida que estimulara el deseo sexual. El satyrión, propiamente dicho, es una raíz cuyas infusiones mezcladas con vino producen efectos excitantes para el apetito de la carne.
--En la India a esa hierba la llaman kapitthaka --dijo Ofelia, jactándose de sus conocimientos herbarios--; pero una servidora para algunas cosas no necesita porquerías. Más bien al contrario: debería tomar extractos de valeriana, o hidromiel, que, según mi abuela, ayuda a calmar los ardores.
Atalanta Serena celebró en silencio la ocurrencia de Ofelia. Siguió atareada con el brebaje, ajena a la presencia de su amiga, pero consciente de tenerla detrás. Al cabo, dijo:
--Es para después
Contrariamente a la frialdad mostrada, Atalanta Serena estaba contenta; aunque la suya era una alegría sosegada y calma, haciendo honor a su apellido. Su parquedad expresiva no encerraba desabrimiento ni malestar alguno. Precisamente aquella mañana, desde que se levantó de la cama, había notado en su interior una sensación de agradable cosquilleo, que era como el augurio de que algo bueno y maravilloso habría de sucederle durante el día. Y si bien al despertar no sabía explicarse a qué se debía tan inusitada euforia (tampoco se lo preguntó, sino que la aceptó como un capricho de su naturaleza ciclotímica), ahora no tenía la menor duda que el motivo de su dicha procedía del presentido encuentro con Ofelia. A pesar de ello, no manifestaba ningún entusiasmo. Su carácter retraído la inducía a comportarse con manifiesta indolencia; tal vez por temor a que sus apetecibles previsiones terminaran volviéndose un mal presagio. Atalanta Serena, joven supersticiosa y pesimista, rara vez lanzaba las campanas al aire, de ahí que continuara manipulando en su exquisita pócima, silenciosa, muda.
Ofelia dejó a su amiga ocupada en la cocina y se dirigió al dormitorio de ésta. Curiosear en casa de sus amistades era una de sus aficiones preferidas, aunque también es verdad que denotaba un enorme desinterés por todo aquello que husmeaba. Simplemente fisgoneaba por afición, sin malicia; por el mero hecho de mirar. Ni siquiera la movía el vano cotilleo, ya que nunca rebasaba los límites marcados por la discreción. Se limitaba a escrutar los objetos externos, los expuestos a la vista de todos, como libros, cuadros o discos, sin hurgar en cajones ni armarios. Tampoco pensó nunca en los efectos didácticos de la observación, ni creyó que conocería mejor a sus amistades a través de sus cosas. Sencillamente le divertía mirar, sin más finalidad que visualizar el entorno, remedando a esos faros que alumbran a intervalos y en su luminaria se refleja y desaparece en un instante el objeto iluminado.
El dormitorio estaba decorado íntegramente con imágenes femeninas. Retratos, efigies, pinturas, todos los objetos correspondían a mujeres, en su mayor parte desnudas. En él no aparecía nada que hiciera alusión a la presencia del varón en la tierra. Hasta el espejo que colgaba de la pared, cuyo mango representaba a una mujer en cueros sosteniendo una paloma junto a su pecho, acentuaba la propensión de lo femenino.
Ofelia se despojó de las ropas y se tumbó en la cama. Desde la posición que ocupaba, en diagonal al cabezal, con los brazos cruzados bajo el cuello, y las piernas en caballete, como uves suplicantes, observaba con atención el esplendor voluptuoso de una pintura que tenía enfrente. Se trataba de una ilustración de La Venus de Urbino, el cuadro que pintara, allá por el Renacimiento, el italiano Tiziano Vecellio.
La imagen de la Venus, desde su posición colgante en la pared, también miraba a Ofelia. El semblante plácido de la Venus le infundía serenidad. Ofelia se levantó de un salto y se plantó delante del cuadro. Sin pestañear, contempló el encanto y la hermosura de la mujer pintada, dulcemente tumbada sobre su costado derecho, y con las piernas juntas y cruzadas; la Venus tenía la mano izquierda posada sobre su sexo oculto, volviéndolo más misterioso aún, del que despuntaba una sombra de pubis mínimo, ligeramente isósceles, simulando un triángulo espeso de vellos cortos y oscuros
Durante un rato, Ofelia permaneció de pie frente al cuadro admirando a la Venus, escudriñando los recovecos de la lámina pintada e intentando descifrar la intención del pintor al situarle la mano sobre el sexo. No sabía precisar si la mano estaba en movimiento o permanecía quieta, esto es, si la mujer del cuadro estaba masturbándose o, por el contrario, ya lo había hecho. Pues daba por cierto que la esplendente sensualidad que su rostro exhalaba no podía provenir sino de un orgasmo reciente, o, en su defecto, de estar próxima a lograrlo. Ofelia no abría caminos a otras posibilidades, pues creía que sólo el placer sexual podía generar expresión tan sublime, mezcla de ternura, relajamiento y gozo.
Miró a los ojos de la Venus, buscando la complicidad de ésta, con el propósito de desentrañar el enigma. La Venus, impasible, le mostraba sin cesar su gesto dichoso: el semblante relajado sobre un tierno almohadón, la melena suelta sobre los hombros, y la boca imantada, cárdena y muda, de la que el labio inferior parecía descolgarse, figurando el aleteo de un pajarillo.
Ofelia se estaba excitando. Clavó la vista en los senos, redondos y alabastrinos de la Venus y se imaginó yaciendo con ella, al amparo del catre que ocupaba, entre las sábanas arrugadas. El desorden de la cama le avivaba los instintos. Ofelia se acurrucó mentalmente junto a la Venus, sintiendo de inmediato el calor que desprendía su cuerpo figurado; le acarició el talle y el vientre con mimos, deslizándole la mano hasta las nalgas, y apretó la mejilla contra su pecho ardiente. La Venus, en la imaginación de Ofelia, se mostraba silenciosa y pasiva, estimulante y maleable y lujuriosamente receptiva.
Ofelia se notaba la respiración acelerada. Deslizó la mano hacia la caverna poblada de la Venus, palpándole con suavidad el surco del ano, restregándole lascivamente los dedos índice y corazón, y hendiéndole éste último por el recto. Por momentos, la imagen de la Venus se le perdía. La irrealidad de la escena la despertaba de su ensueño, pero Ofelia insistía, e incluso repetía los movimientos que la excitaban. Se incorporó, reptando sobre los pechos de la Venus hasta alcanzarle la altura de la boca; la mordía en los labios con fruición, la besaba en los pómulos, en los ojos, detrás de las orejas, en el cuello, la lamía toda, ensalivándola, al tiempo que la presionaba con furia, penetrándole el dedo hasta las entrañas y agitándolo como si rascara en una pared, dibujando medias lunas de deseo.
Ofelia sentía a la Venus gemir en su mudez y vibrar en su quietud, la sentía caliente y rebelde, y la sentía gozar. Juntó sus senos con los de la Venus, arqueó la cabeza como los cisnes y, con parsimonia, fue girando sobre sí misma, degustando el roce con la carne tibia, hasta situarle la boca en la proximidad de su coño. La Venus permanecía debajo, pasiva, complaciente, soportando el cuerpo sudoroso de Ofelia, que se movía inquieta, como un caballo rijoso. Le husmeó con delectación la espesura salada, incrustándole la nariz hasta las cejas, olfateando en lo más recóndito de sus entrañas, para extraerle la esencia de la libido; después le hurgó con la lengua en las mismas puertas del abismo, succionándole los bordes humedecidos.
El acaloramiento se fue apoderando de Ofelia. Sentía en su sexo el mismo juego bucal que ella proporcionaba a la mujer del sueño. La Venus era la servicial ejecutora de su deseo erótico, su condescendiente complemento. Ofelia estiró las piernas como los gatos cuando se desperezan y hundió su masa goteante en la dentadura de la Venus. Aguantó la respiración, como única manera de atrapar el escurridizo presente.
Durante milésimas de segundo sintió la circulación paralizada, las venas vacías, toda ella sin peso, flotando como una hoja en la mansedumbre de un riachuelo. Después respiró, más bien jadeó, rompiendo intencionadamente el éxtasis, para que no se desvaneciera del todo y posteriormente poderlo recuperar con mayor intensidad.
Tras el breve paréntesis, Ofelia y la Venus se embelesaron de nuevo y, con precisión de alambique, continuaron su sinfonía sexual: se arpaban en el clítoris, recíprocamente, con el extremo de la lengua, creando una atmósfera musical que se esparcía por las capas sin tiempo del cerebro, hasta el límite infinito y sin medida de las sensaciones.
Cuando Atalanta Serena volvió de la cocina, portando en una bandeja las copas que contenían su particular satyrión, se quedó inmóvil al advertir la postura desfigurada que tenía Ofelia delante del cuadro: encorvada, abrazándose y presionándose los muslos, absolutamente abstraída, en una actitud más propia de quienes sufren un fuerte dolor ventral que de lo que realmente se trataba. No se extrañó, en cambio, de verla desnuda. Atalanta Serena era sabedora de la facilidad con que su amiga se quedaba en cueros. Precedentes encuentros entre ambas así se lo habían demostrado.
Con la bandeja en la mano, parada en el pasillo, la miró como antes hiciera Ofelia con la mujer del cuadro. Observó su pelo negro, corto y encrespado; el torso brillante, perlado de sudor; y el culo musculoso, duro, redondo, majestuosamente coronando las piernas carnosas y proporcionadas. Atalanta Serena centró sus ojos ávidos en las nalgas, que se le antojaron exquisitas, examinando su redondez soberbia y exultante.
Ofelia advirtió su presencia. Se giró perezosa para mirarla. Atalanta Serena no se inmutó. Siguió en el lugar que estaba y clavó su vista en los pechos empingorotados, amenazantes e incitadores de Ofelia. Ésta, sin terminar de salir de su atolondramiento, le dijo:
--Si tardas un poco más me corro.
--No pensé que estuvieras tan caliente --contestó Atalanta Serena.
--No estaba, pero la Venus me puso.
--¿Quién? --preguntó Atalanta, sin entender.
--La Venus de Urbino --repitió Ofelia, y señaló el cuadro.
Atalanta Serena aún comprendió menos. No concebía que su amiga se hubiera excitado simplemente mirando un cuadro. Ella llevaba más de dos meses durmiendo en aquel cuarto y no se le pasó nunca por la imaginación solazarse con aquella imagen ni con ninguna otra de las muchas que poblaban las paredes del dormitorio. Era cierto que a veces se detenía a mirar a alguna de las representaciones pictóricas que poblaban su vivienda, sobre todas la que simbolizaba el Rapto de las hijas de Leucipo, lienzo pintado por Rubens, y que estaba mutilado por la parte donde debían figurar las cabezas de los Dióscuros, Cástor y Pólux, que, según la leyenda, fueron los secuestradores de las hijas del rey de Argos; se detenía sólo por admirar la atractiva belleza carnal de las jóvenes, su delicada ternura o la fogosidad de los caballos, sin más pretensiones lúdicas que las que emanaban de la estética, de la misma manera que cuando se plantaba delante del espejo no veía en la mujer/mango un objeto potencial de deseo.
Atalanta Serena no ignoraba que el erotismo es fundamentalmente imaginación y ensueño. En múltiples ocasiones, en la soledad de su casa, en los bares, en el cine, en las aulas del instituto, había idealizado el deseo sexual, incluso estando acompañada y durante la realización del acto mismo. Sin embargo, nunca pensó que una mujer de cartón, por muy lograda que estuviera, podía despertarle el apetito de la carne.
--De modo que me has puesto los cuernos con un cuadro --dijo--; y además en mi casa.
Ofelia sonrió con picardía y la invitó a desvestirse.
--Apresúrate--dijo.
Atalanta Serena dejó la bandeja sobre la mesilla. Mientras se quitaba la ropa, Ofelia cogió entre sus manos la zanahoria que había junto a las copas de satyrión. Se dispuso a masturbarla; la apretaba y sentía el frío de la nevera en las palmas de sus manos. Al cabo, dijo:
--¿Y esto? --alzando la zanahoria, como si fuera un trofeo.
--Un consolador vegetal.
--No sabía que fueras vegetariana --ironizó Ofelia.
--Para algunas cosas, sí –respondió Atalanta--. La zanahoria, por ejemplo...
--...te gusta de todas formas.
--Entera me encanta –prosiguió la broma Atalanta Serena, y añadió después--: ¿Te gusta el satyrión?
--Déjame probarlo.
--Entonces, túmbate...
Ofelia obedeció y se estiró a lo largo de la cama. Atalanta Serena cogió entre sus manos una de las copas; se sentó, con las piernas cruzadas, al lado de su amiga.
De no ser por el color de su pelo, rubio, y la expresión felina de su rostro, hubiera parecido una de esas estampas que representan una mujer egipcia sujetando un cáliz. Ofelia situó su mano derecha entre los muslos cálidos de su amiga. Atalanta Serena, a su vez, con la mano izquierda puesta en la parte posterior del cuello de Ofelia, le dio a beber el empalagoso satyrión. Dada la posición que ocupaba (horizontal, sólo tenía la cabeza un poco reclinada), el sorbo que ingirió fue mínimo en proporción con la cantidad de líquido que le chorreó por la barbilla, por el cuello y por el canal que separaba sus pechos. La ceremonia podía considerarse estúpida si no fuera porque la realizaban aposta. Bajo el aparente despilfarro latía un acuerdo tácito. Atalanta Serena vertía el melifluo mejunje y Ofelia, con los labios juntos, lo desparramaba, originando una especie de desembocadura que lo esparcía por todo su cuerpo.
Así estuvieron hasta que vaciaron más de media copa. Luego Ofelia se inclinó un poco más, para conseguir rozar con las yemas de los dedos el sexo de Atalanta Serena. Con la palma hendida entre la maraña de vellos empezó a masturbarla con veneración. Deslizaba los dedos con ritmos suaves, armoniosos, extrayéndole poco a poco de su cavidad misteriosa emanaciones lúbricas. Atalanta Serena, mientras tanto, la besaba en los labios con delectación, la relamía de arriba a abajo, recreándose en los senos, degustándolos con énfasis, mamándolos obscenamente, casi engulléndolos, acariciándolos con vehemencia y refregándoselos por las mejillas, tratando de aspirarle la máxima sensualidad posible.
La escena era parecida a la que un momento antes protagonizaron Ofelia y la Venus. Cada una buscaba la excitación de la otra. Cambiando los papeles aumentaban el placer propio. Atalanta Serena depositó el resto de satyrión en el sexo de Ofelia y se sumergió con voracidad a saborear la empanada chorreante, succionándole la vulva, que sabía a manzana.
Ofelia se estremecía del deleite; alzaba las piernas, jadeaba; le mordía en las nalgas a Atalanta Serena, y en los labios superiores, haciéndola gemir, presa de éxtasis y de dolor. La voluptuosidad abrazaba por completo a las dos amantes. La concupiscencia iba aumentando de grado. Se movían, se agitaban; parecía como si estuvieran bailando la cordaza, esa danza lasciva que bailaban las antiguas suripantas en sus veladas de desenfreno. Exudaban, se abrazaban, se revolcaban de gozo; se hurgaban la una a la otra con el dedo del pie; se palpaban por todas partes. Participaban con todos sus miembros y todos buscaban el máximo placer. Sin limitaciones se exploraban recíprocamente.
Ofelia se apoderó de la zanahoria. Primero la embadurnó con su líquido lubricante, penetrándosela en la propia vagina; después, con cuidado, enfiló el recto de Atalanta Serena. Ésta recibió la zanahoria con la avidez que acepta un vaso de agua una persona sedienta. La sentía deslizarse, lentamente, por su interior. Estaba de rodillas, apoyando el resto del cuerpo sobre las manos. A medida que la zanahoria la penetraba, sus músculos se contraían, su mente se obnubilaba y la realidad se le volvía delicuescente. Se sentía flotar. Sin embargo, al punto se giró con brusquedad, buscando ansiosamente el cuerpo de Ofelia. Se cogió fuertemente a sus piernas y le hundió la cabeza en el pubis. Gemía, movida por el gozo; a veces gritaba, la mordía... Ofelia agitaba la zanahoria con rítmica movilidad. Las voces ahogadas de Atalanta Serena la hacían palpitar. El metesaca era vertiginoso.
Estaban a punto de correrse. Ofelia cabalgó sobre Atalanta Serena, sin dejar de mover la zanahoria, hundiendo la boca de su amante en su sexo húmedo. Necesitaba concluir la sinfonía que empezara anteriormente con la Venus. Otra vez sintió la carne paralizada y las venas vacías, pero en esta ocasión no pudo contener la respiración, pues la ferocidad de Atalanta Serena la sumergió de lleno en el oxígeno del orgasmo.
Casi a la par que Ofelia le llegaron también los espasmos del placer a Atalanta Serena. Ambas quedaron extenuadas sobre las sábanas mojadas. Cada una miraba a un punto concreto del dormitorio, dejando sus mentes vagar, silenciosas. La zanahoria, con el frenesí del clímax había rodado hasta el suelo. Atalanta Serena buscó en la mesita la caja de cigarrillos; le ofreció uno a Ofelia y las dos fumaron. Al instante, fue Ofelia, esta vez, la que se incorporó, cogió la copa con el resto de satyrión y empezó a derramarla en la boca semiabierta de Atalanta Serena. La Venus de Urbino, desde su trono rectangular, las contemplaba con su sonrisa tierna.

martes, 28 de octubre de 2008

Entrevista con Francisco Candel



“LA LITERATURA ES EL MODO DE GANARME LA VIDA.”


Francisco Candel Tortajada (Casas Altas, 1925) es un novelista que escribe de las cosas que ve y oye, y lo hace con soltura y desparpajo. La mayor parte de su obra literaria está dedicada a la ola migratoria que se produjo a mediados del siglo XX en el área metropolitana de Barcelona. El libro que le lanzó a la fama, Els altres catalans, es un estudio periodístico y sociológico sobre los emigrantes.
Desde sus inicios como escritor, su mensaje lo ha enfocado hacia la gente humilde, sobre los perseguidos y los marginados. Precisamente otro de sus libros se titula
Crónica de marginados.
Los personajes de sus novelas están extraídos de la vida real; tanto es así que incluso puede decirse que se inspira en la realidad hasta un punto excesivo. Esta circunstancia le ha dado pie a Candel a decir:
“A veces escribo tan al día que lo que pasa en el libro aún no ha ocurrido en la realidad”. En la realidad, mayormente, de su barrio de el Polvorín, ese grano de pus que le salió a la Barcelona industrial, rica y satisfecha, como escribió Montserrat Roig.
Autor de diversas novelas, cuentos y libros de ensayos, así como de artículos y reportajes, Francisco Candel, coherente con su manera de ser, siempre ha permanecido fiel a su forma de sentir, a su modo de pensar.
--¿Cómo entiende la literatura? ¿Qué significa para usted?
--¡Uy! Para mí, en estos momentos, es un poco la manera de ganarme la vida. Aunque dicho así resulte muy bestia y escaso de romanticismo, pero no sabría decirte otra cosa. Soy un profesional; la literatura es mi oficio. Me siento dichoso porque es la manera de ganarme la vida. La literatura es para mí una profesión.
A más de un escritor le he oído comentar que prefiere al escritor profesional, aunque sea mediocre, que al aficionado brillante. Francisco Candel también aboga por dicha postura, y añade que él no va contra los escritores amateurs, “pero a mí me da la impresión de que si no como de lo que escribo, ya no soy tan escritor”.

SIEMPRE HE QUERIDO SER PINTOR

Julio Cortázar dijo en cierta ocasión que de no haber escrito Rayuela se hubiera tirado al río Sena. Esta es una frase, si se quiere grandilocuente, pero a su vez lo suficientemente expresiva, demostrativa, de cómo literatura y vida iban emparejadas, se yuxtaponían y eran una misma cosa para el escritor argentino.
--¿Vive usted la literatura con la misma intensidad?
--No; yo lo que siempre quise ser es pintor. Hay más placer en las artes plásticas, en la pintura, la escultura, donde manejas una materia con las manos, y el cerebro puede descansar.
--¿Qué siente cuando escribe?
-- Cuando escribo siento cansancio y aburrimiento. En la literatura, a diferencia de la pintura, como manejas ideas, el cerebro no descansa, por esto es más agotadora.
--¿Entonces no le encuentra placer a escribir?
--No sé dónde radica ese placer de la creación literaria del que hablan algunos. Supongo que será luego, una vez terminado el libro, en esa pequeña vanidad de que te digan, de que seas… Francamente yo no he disfrutado ese placer que, dicen, se experimenta al sentarse uno delante de la máquina.
--¿Pero Candel no dejaría, por nada del mundo, de ser escritor?
--Si me dijeran que ya no escribo más, me cabrearía mucho.
--Cuando escribe, ¿tiene en cuenta a algo o a alguien?
--No demasiado. Y si alguna vez reparo en alguien, antepongo el lector al crítico. Hay gente que lo hace al revés. Pero no quiero que me domine ninguno de estos dos elementos. Aunque a veces es inevitable pensar en ellos… Yo quiero escribir como deseo. No obstante, no se puede dejar escapar una cierta autocrítica.
--¿Qué es un escritor?
--Sencillamente una persona que trabaja con ideas, con palabras.
--¿Cuando escribe se desnuda usted? (Por dentro, claro)
--Del todo puede que no. ¿Qué si es peligrosa la cuartilla en blanco? Es bastante cierto que el papel es peligroso. Cosas que uno no se las contaría a nadie, al folio se las cuenta, aunque sea disimulando; aunque sea con unos personajes con nombres inventados. El papel tira. Ya lo dijo un escritor del siglo XIX, José de Selgas y Carrasco, que tiene un artículo titulado El artículo, donde cuenta lo que a nadie le contaría.
Francisco Candel es autodidacta, por necesidad. Es hijo de una familia obrera, de trabajadores emigrantes, que no hicieron de la cultura un norte. De niño se traslado con sus padres a vivir a Barcelona. Los primeros años la familia Candel habitaba una de las múltiples barracas que ocupaban la montaña de Montjuïc. Eran tiempos malos, de penurias en todo el país, los años cuarenta. Del mismo modo que en muchas familias españolas, en la de Paco Candel lo que primaba era labrarse el sustento diario. En Hay una juventud que aguarda, el mismo autor relata esta época de su adolescencia, abordando el tema de su desarrollo y educación: “Me criaba débil, delgaducho y siempre estaba delicado. Mi padre me llamaba de todo, mayormente inútil y birria.” El joven Paco trabajaba de mecánico; con menos de veinte años cae enfermo de tuberculosis, enfermedad que azotaba a los jóvenes de entonces.
--¿Hasta qué punto influyó la enfermedad en su posterior carrera de escritor?
--
No sabría decirte con certeza cuánto, pero sí que influyó. Ya te he dicho que lo quería ser era pintor. En cualquier caso, durante la enfermedad tuve que hacer un largo reposo absoluto, en el cual creo que me curé porque leí mucho. Estuve enfermo dos veces; recaí por dos veces. Creo que fue la segunda vez, que también leí mucho, cuando de pronto descubrí la vocación, en el sentido de que leí una serie de novelas, que actualmente ya no están ni de moda, como fueron Cuerpo sin alma y El coraje de vivir, que narraban cosas de barrios, de gente trabajadora, etc. De repente entendí que se podía escribir de lo que uno quisiera.
--Y puso manos a la obra…
--Me puse a escribir en los ratos libres, pues en aquellos tiempos trabajaba de oficinista. (Cuando salí de mi larga enfermedad, tuve que dejar el taller.)
--¿Qué fue lo primero que escribió?
--Una novela; una novela que resultó muy mala. Fue el resultado de lo que había entendido leyendo a unos escritores y a otros. Es decir: yo había llegado a la conclusión de que podía escribir mis experiencias, mi vida. Mi vida podía ser una novela. Entonces, como mi vida era la de un tuberculoso, escribí una novela de un sanatorio. Una novela que no la quiso ningún editor, que no ganó ningún premio y que la arrinconé.

EL ESCRITOR SIEMPRE TERMINA POR CREAR SU PROPIO MUNDO

En otra novela posterior, en la cuarta que publicó,
Temperamentales, pequeña montaña mágica a nivel de tintorro celtibérico, como un Thomas Mann de fonda barata, Candel se vale para incluir los detritos más aprovechables de la novela del sanatorio. En la fonda hay un personaje que hace una cura de pulmones.
Con todo, la primera novela que consigue publicar, la segunda que escribe,
Hay una juventud que aguarda, es asimismo autobiográfica, casi fotográfica de sus comienzos como narrador. En ella se relatan las peripecias del Candel aprendiz de escritor. Posteriormente escribió Donde la ciudad cambia de nombre, ensayo que retrata los barrios donde había vivido y que tuvo un gran éxito extra literario.
--¿Qué ocurrió con esa novela?
--Sufrí las iras por parte de algunos de los personajes que aparecían en el libro: amenazas e incluso agresiones. Estaban muy indignados conmigo por lo que contaba de ellos. Durante un tiempo lo pasé realmente mal. Pero me di cuenta de que tenía que jugarme el todo por el todo. El libro siguió adelante, tuvo gran resonancia en prensa y radio (en aquellos tiempos no había apenas televisión), y de la noche a la mañana me convertí en eso tan etéreo que se llama un personaje famoso o conocido. Entonces dejé el trabajo de oficinista y me dediqué por completo a escribir.
En efecto, se dedicó a escribir de sí mismo, de su barrio, de su gente. Francisco Candel capta la vida con humildad y ternura. Sus personajes son de carne y hueso, y él, entre lo vivo y lo pintado, se ha confundido con sus personajes para enseñarnos, en viva prosa, lo que tiene ante sus ojos, el mundo donde vive: los arrabales de la colosal Barcelona.
--Se dice que un escritor escribe siempre un mismo libro, y que un pintor pinta siempre un mismo cuadro. García Márquez dijo de sí mismo que lo único que había escrito era el libro de la soledad.
¿Usted qué libro ha escrito después de haber publicado más de cuarenta?
--Muy difícil contestar esa pregunta. Uno, al cabo de escribir tanto termina por crear su propio mundo, su propia geografía literaria. Aunque yo no sabría decirte así, de forma lapidaria, cuál es el libro que yo he escrito.
El profesor José Mª Rodríguez Méndez, uno de lo críticos que más profundamente ha ahondado en la obra de Francisco Candel, observaba en uno de sus estudios que en la literatura castellana existen pocas obras testimoniales y verdaderamente realistas como las del autor barcelonés, susceptibles de convertirse en piezas históricas a partir de las cuales pueda reconstruirse la humanidad sufriente de su tiempo. Según el crítico, la obra de Candel es una especie de reflexión sobre un tiempo y un espacio concretos. Casi toda su obra tiene lugar en un tiempo determinado: un tiempo duro, cruel y lleno de injusticias.
--¿Cuándo se pone delante de la máquina, que es más importante para usted el fondo o la forma?
--Son dos cuestiones a discutir. Por ejemplo, en estos momentos y siempre, la crítica se ha dejado seducir por el estilo, por la retórica. En el siglo de oro, la crítica de la época señalaba mejor escritor a Góngora que a Cervantes, y el tiempo se ha encargado de demostrar que era al revés. Lo mismo ocurrió con Teófilo Gautier y Fedor Dostoievski. Apresuradamente, puedo decir que prefiero el fondo a la forma, pero no. Porque un buen argumento se puede perder con una mala forma, mientras que un argumento pésimo escrito con buen estilo se puede salvar. No obstante me inclino más por lo que digo que por cómo lo digo, pero intento decirlo bien.
--Candel explica muy bien las cosas que cuenta, con un estilo que parece fácil, pero que no lo es. ¿Qué le parece mi apreciación? ¿Está de acuerdo conmigo en esta aparente sencillez que denotan sus escritos?
--Tú lo has dicho: aparentemente escribo sencillo. (El estudioso de mi obra podrá calibrar lo que hay o no de sencillez y de superficialidad en ella.) Luego te encuentras con el que te quiere imitar y no le sale bien, no lo consigue. Escribo tan aparentemente sencillo que hay quien cree que lo que yo he hecho no tiene mérito alguno. Y puesto que he escrito cosas que suceden en el mismo barrio donde vivimos, hay quien piensa que podía hacer lo mismo. A algunos de los cuales, a veces, les he invitado a que lo hagan. Al cabo del tiempo, cuando me he encontrado con ellos, les he preguntado por la novela de la fábrica que estaban escribiendo (porque ellos me decían que lo que yo he contado de mi barrio es lo mismo que ellos contarían de la fábrica donde trabajaban.) Acababan por confesarme que el libro no les salía.
--Lógico, por lo demás. No todo el mundo está capacitado para escribir libros.
--Es aquello de la difícil sencillez de la que hablaba Pío Baroja; y también de lo que explicaba Picasso, cuando decía que para dibujar mal primero es necesario saber dibujar bien. O sea, que esta sencillez expresiva, que a veces manifiesto y a veces no, no es tan sencilla como parece, ni tampoco es fruto de la desidia, sino que es consecuencia de un trabajo minucioso.
--Cuando le hablaba de sencillez no me estaba refiriendo a que su literatura sea simplista, a que su estilo sea insulso…
--No; pero la crítica necia, la que no hurga en la verdad de cada escritor, sino que se guía por los clichés, llega hasta el punto de decir que uno no sabe ni escribir. También tildaban de mal escritor a Baroja. Es cierto que a primera vista da esa impresión, pero no es fácil escribir así. Por lo general, escribir mis novelas me cuesta meses, años; y nunca escribí de corrido un cuento, ni siquiera un artículo: en ocasiones me tardo un día o dos. Sin embargo, el que lo lee no nota que hay un salto de creación, sino que piensa que lo he escrito de un tirón, de corrido.
--En distintos momentos de nuestra charla ha sacado a relucir a la crítica. A un servidor le da la impresión como si ésta le preocupara demasiado. Parece usted enojado, y emplea un vocabulario displicente para referirse a ella, como si no recibiera por parte de los críticos la consideración que usted estima que merece. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Le preocupa mucho lo que digan de usted?
--Muchos escritores hablan despectivamente de los críticos, y dicen que no les preocupan lo más mínimo. A mí no es que no me preocupe, no. Lo que ocurre es actualmente existe una crítica deslavazada en su contextura. El pobre crítico no se gana bien la vida con este trabajo; muchas veces se siente atosigado y se mueve por esquemas. Un crítico que nace, acostumbra a recoger toda la carga crítica que dejaron los que le precedieron. Ejemplo: un crítico dirá que Vargas Llosa es un gran escritor, si llega el caso, sin haberlo analizado siquiera, porque ya se ganó la fama de buen escritor. Con uno sucede lo mismo. En ocasiones la crítica te dibuja, te desdibuja, te arrincona o te aparta, sin apenas leerte. Nunca me he sentido entendido por los críticos. Por otra parte, tampoco me han estudiado a fondo. ¿Por qué? Pues porque no han tenido tiempo, o quizás porque no he sido un escritor de bandera.
--Sin embargo, su libro Els altres catalans es de los más vendidos en Catalunya desde la guerra civil española…
--Eso es cierto. A pesar de ello me doy cuenta de que la crítica no tiene tiempo de dedicarse a un autor que considera que todavía está por hacer, pese a los años que llevo en el oficio. Entonces qué ocurre… Publicas un libro y no es que te digan que es malo o es bueno, simplemente lo ignoran. Algún crítico ha podido tener un ejemplar mío en las manos, y se ha dicho: de buena gana diría algo, pero ahora me veo asediado. ¡Con todas las trampas que hay en este mundillo! ¿Por qué todos los libros que publica la editorial Planeta merecen la crítica? Porque el señor Lara soborna a la crítica. No diré con un sobre de dinero, que puede que también, pero sí con un envío de libros, con una invitación a la cena de la entrega del premio, con una especie de continuidad de estar en contacto y en este plan.
Cuando estuve en su casa de la calle de los Ferrocarriles Catalanes, para esta entrevista, Francisco Candel me regaló varios libros suyos. En uno de ellos me escribió esta dedicatoria: A J.M.P. con afecto, de este viejo escritor que está harto de libros y literatura. Candel acaba de cumplir 60 años, pero yo no creo que esté cansado de libros y literatura; ni siquiera creo lo que me dijo al comienzo de la conversación de que a él lo que verdaderamente le hubiera gustado es ser pintor. A mi entender Francisco Candel es un escritor con vocación, un hombre enamorado de su oficio como hay pocos, en donde vida y literatura se funden en una sola cosa, aunque él diga lo contrario. Ha publicado una cuarentena de libros, además de ensayos y artículos periodísticos. En el año 1976, al año de la muerte del general Franco, fue elegido senador por la candidatura unitaria Entesa dels Catalans, de cuya experiencia escribió el libro titulado Un charnego en el Senado. Pero por encima de todo ello, del escritor y del senador, Francisco Candel es un hombre de amistad.