jueves, 31 de enero de 2008

EL AUTOBÚS DEL MARTES

Los viejos, que son los que han vivido más tiempo, dicen que el martes es un día maléfico, pavoso, de mala estrella, el día de la semana menos propicio para llevar a buen puerto cualquier intento venturoso del tipo que sea. Los viejos, por ser los más veteranos, afirman que el más ínfimo de nuestros actos está sostenido por el hilo caprichoso o no de los hados. Quizá la experiencia y los sucesos diarios hayan contribuido a señalar el martes como el día más dejado de la mano de la suerte, más en vilo, en tenguerengue, en definitiva, un día de mal agüero, que más vale quedarse en la cama, sin salir a la calle.
Sin embargo, desde que advertí que el martes era el único día que me la encontraba y la veía, la semana se me convirtió en la sala sombría de una estación remota, a la espera de que llegara, con ella, rubia y tostada, entre el gentío hambriento del autobús universitario. Cada siete días el martes llegaba, puntual como un reloj suizo, y soleado desde hacía varias semanas, desde que la conocí, reluciendo su melena rubia, y me ahogué al verla en sus ojos oceánicos.
A partir de ahora, el martes es para mí el día más maravilloso de la semana, a pesar de lo que digan los viejos, mientras me la encuentre, la ame y la desee; mientras pueda ver su sonrisa triste, su glúteo mínimo y su mirada cristalina y cínica. ¡Ay, cuánto me gusta esa mirada mentirosa!
El martes, desde ahora, desde siempre, como el Oliveira de Rayuela que anda al encuentro fortuito con la Maga, camino sin buscarla pero para encontrarla, embrujado de su hechizo semanal, más intenso al mediodía, a la hora de comer, cuando nos encontramos en el autobús, siempre en el autobús, camino de casa.
--¡Hola! --me saluda--; siempre nos vemos aquí.
--Y en martes --apunto.
Pero no le digo que yo la veo constantemente, incesantemente, ensoñándola, moldeándola como un escultor de ilusiones con el barro lúdico de mi deseo, más excitante que la propia realidad, que ella ahí cogida a la barra del techo, com ahora, que siempre nos toca ir de pie.
--La has visto hoy --le pregunto.
Ella, Eva, la chica del autobús, está enamorada de otra eva, como yo lo estoy de ella, si se me permite hacer comparaciones. Por eso, cada martes, mientras yo la busco ella busca a la otra, y no nos encontramos ninguno de los tres, aunque uno esté a su lado, como si fuéramos un triángulo que ha perdido los vértices.
--La has visto hoy.
--No; hoy tampoco --me responde.
Y se pone seria, contrariada, mimosa, más voluptuosa si cabe, cariñosa. Sujeta a la barra, en actitud de abandono me mira a los ojos (¡ay, que me ahogo!), apoya la frente en mi pecho, un segundo que me parece un siglo, le digo palabras de ánimos, aunque en realidad lo que estoy haciendo es dándome ánimos, compadeciéndome, muriéndome.
--No, hoy tampoco --me dice.
--Ya la verás --le digo--. No te preocupes.
--No, si no me preocupo, pero me gusta verla --añade--. Me gusta, es preciosa; si la vieras... tiene una cara divina. Es rubia, como yo; lo normal sería que me gustara morena, pero no, es rubia y me gusta, y yo también le gusto.
--¿Tú cómo lo sabes?-- le inquiero.
--Lo sé --me responde--; me mira. Ella se ha dado cuenta; nos miramos las dos y lo sabemos: nos gustamos.
--Dile algo --la animo.
--Sí, quiero hablarle; pero no me atrevo. Me da corte... No sé qué decirle, pero le hablaré la próxima vez que la vea. Últimamente no la veo, hace dos semanas que no nos tropezamos, ni el martes pasado ni hoy.
--Me he puesto celoso --le bromeo.
Se sonríe, se ríe, con la boca entreabierta, semiabierta, y me mira con sus ojos brillantes, azules, mentirosos, penetrantes y pícaros. Me mira con su risa burlona y graciosa y vuelve a sonreir sin dejar de mirarme; y entonces, como la que no sabe de qué va la cosa, me dice:
--Ahhh, sííí.
-Claro que sí, de ella tengo celos --le respondo--. No de tu novio, de ella, porque es por ella por quien suspiras --le digo--, aun siendo consciente de que le estoy diciendo una cursilería.
--No suspiro --me corrige.
--Es una forma de decir, joven.
Pero el que suspira soy yo, literalmente. Suspiro por la rosada candidez de sus labios, finos, limados por la lujuria, lúbricos y astutos.
--A lo mejor me enamoro de ella también --le digo.
--¡Nooo!--protesta--. Bueno, sí --rectifica--. Me gustaría que todo el mundo se enamorara de ella. Es tan bonita...
El viaje se acaba, el autobús ha frenado. Nuestro encuentro es el viaje, es como el viaje: efímero, semanal, lleno de obstáculos, incómodo, agradable; un viaje que nos lleva sólo a comer cuando mi apetito es sensual, sexual; un viaje equivocado, asfaltado de humo. Nos bajamos y nos despedimos, hasta el próximo encuentro, en el autobús del martes.

2 comentarios:

monica dijo...

ME APASIONÓ LA HISTORIA, REAL COMO LA VIDA MISMA.
ESTO TE HACE VER LOS MARTES FANTASTICOS

Unknown dijo...

Cuando inicié la lectura, se me creo una gran curiosidad y expectativa y me sumergí en la historía imaginando cada momento de ella. Es una sensacíón fascinante, pero personalmente pienso que me falto más..............................es como si quisiera escuchar más de este relato, o como si quisiera que ese martes tuviera otro final.
Tania.