martes, 14 de junio de 2011

Diario de un parado.

Los días del parado son todos iguales, uniformes, invariablemente monótonos; cada jornada se parece a la anterior como una gota de agua a otra gota de agua. O como una lenteja a otra lenteja. Para el desempleado es lo mismo que sea martes o viernes, jueves o domingo, etc.; cada amanecer es un calco gris tanto del que le precedió como del que le seguirá. La rutina vacua es la regidora que preside su vida ociosa, desesperadamente inútil.

Quienes están al cabo de la calle, afirman que el trabajo llena de sentido la vida de los hombres (léase varón y hembra). Pero la vida del parado, al carecer de ocupación, cada vez está más vacía de sentido. El desencanto es cada mañana su despertador agrio, su gallo ronco y desafinado; la decepción el toldo de tinieblas que lo cubre y oscurece. El tic-tac de la vida se le revela como martilleos que horadan sus ilusiones nocturnas; siéntelo como golpes minúsculos que zahieren su alma desolada; se le manifiesta como avisos punzantes que le anuncian la desdicha de su existencia menesterosa y desvalida.

Nada más sacar los pies de la cama, el parado percibe cómo le aprisiona la angustia; nota cómo la inmensidad de la nada le provoca mareos en el alma. El gran vacío que se cierne a su alrededor, irremisiblemente lo sumerge en las profundidades negras de la desidia. Naturalmente, el hábito huero del sinquehacer va carcomiéndole las pocas esperanzas que atesora, así como disipándole las escasas fuerzas que aún conserva.

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