Ciertamente, lo más angustioso para el parado es la esquina, es decir, la calle, el parque, la plaza pública, el vacío, la nada... A su vez, la esquina es el único soporte del parado, el lugar que lo acoge sin resentimientos, el báculo que lo sostiene en pie, el consuelo que lo mantiene. Lo más triste, ya digo; porque la esquina es un bastón imaginario, un apoyo ficticio. En la esquina, el parado, los parados, soñamos con un porvenir mejor, con un futuro más agradable, hasta emborronar con imágenes alegres un presente amargo, difuminado, negro; un presente oscurecido por la carencia de un empleo, por la ausencia de un destino. Sólo la luz del sol alumbra al parado en la esquina, pero esta claridad aurífera no le espabila el ánimo, sino que le tuesta aún más el rostro y las entrañas, ambos de por sí quemados de tanta desazón.
Y de tanto estar en la esquina, claro.
El parado, en la esquina, indistintamente se halla en solitario o con otros parados; depende de sus ganas de compañía o de su desgana. Unas veces se agrupa, otras se aísla; la jornada del parado es infinita, eterna, y proporciona ocasiones para elegir la manera de estar. Por lo común, el parado pasa el día de ambos modos, por ratos.
Pero ¿qué hace el parado en la esquina? ¿De qué habla cuando se une al corro de los otros desempleados? ¿Qué asuntos le preocupan? Y lo más importante, ¿cuál es su predisposición ante las cuestiones del mundo? Dejando a un lado el tema futbolero o futbolístico (que es argumento socorrido y principal), el parado, los parados, cuando nos congregamos en la esquina platicamos sobre lo divino y lo humano, preferentemente de lo primero --o sea, de cómo acertar un pleno en cualquier lotería que nos alivie la enfermiza situación económica--, más que nada por no tener que hablar de nosotros mismos, de nuestras cuitas y aflicciones; departimos sobre cualquier asunto, siempre que no ataña directamente a nuestras pesadumbres, o ni siquiera las roce de lejos. El parado entiende la tertulia de la esquina como un ceremonial relajante, como un cumplimiento reconfortante, nunca como una operación de acercamiento a los otros parados. Más que un acto de aproximación es un ritual de evasión.
Efectivamente, los parados, en todo momento, buscamos la huida hacia adelante, la distensión, la dispersión. Por tal motivo, cuanto concierne a nuestra intimidad es tenido por tema tabú. Hablar de las circunstancias (por supuesto, adversas) que rodean nuestra vida de infelices desempleados es materia vedada tanto para uno mismo como para los colegas de infortunio. No ocurre lo mismo, empero, cuando el interlocutor es trabajador y, en consecuencia, se cree dichoso; en seguida éste se otorga la licencia de escudriñar nuestro interior sin recato, cual si fuera un explorador filantrópico y benefactor, aunque sólo sea un chuzón hipócrita y zascandil. No obstante, entre los parados sí existe la consideración, el acatamiento tácito, de acallar el murmullo que hiere, la voz que atormenta; porque sólo el que carga con la cruz conoce su auténtico peso.
Y de tanto estar en la esquina, claro.
El parado, en la esquina, indistintamente se halla en solitario o con otros parados; depende de sus ganas de compañía o de su desgana. Unas veces se agrupa, otras se aísla; la jornada del parado es infinita, eterna, y proporciona ocasiones para elegir la manera de estar. Por lo común, el parado pasa el día de ambos modos, por ratos.
Pero ¿qué hace el parado en la esquina? ¿De qué habla cuando se une al corro de los otros desempleados? ¿Qué asuntos le preocupan? Y lo más importante, ¿cuál es su predisposición ante las cuestiones del mundo? Dejando a un lado el tema futbolero o futbolístico (que es argumento socorrido y principal), el parado, los parados, cuando nos congregamos en la esquina platicamos sobre lo divino y lo humano, preferentemente de lo primero --o sea, de cómo acertar un pleno en cualquier lotería que nos alivie la enfermiza situación económica--, más que nada por no tener que hablar de nosotros mismos, de nuestras cuitas y aflicciones; departimos sobre cualquier asunto, siempre que no ataña directamente a nuestras pesadumbres, o ni siquiera las roce de lejos. El parado entiende la tertulia de la esquina como un ceremonial relajante, como un cumplimiento reconfortante, nunca como una operación de acercamiento a los otros parados. Más que un acto de aproximación es un ritual de evasión.
Efectivamente, los parados, en todo momento, buscamos la huida hacia adelante, la distensión, la dispersión. Por tal motivo, cuanto concierne a nuestra intimidad es tenido por tema tabú. Hablar de las circunstancias (por supuesto, adversas) que rodean nuestra vida de infelices desempleados es materia vedada tanto para uno mismo como para los colegas de infortunio. No ocurre lo mismo, empero, cuando el interlocutor es trabajador y, en consecuencia, se cree dichoso; en seguida éste se otorga la licencia de escudriñar nuestro interior sin recato, cual si fuera un explorador filantrópico y benefactor, aunque sólo sea un chuzón hipócrita y zascandil. No obstante, entre los parados sí existe la consideración, el acatamiento tácito, de acallar el murmullo que hiere, la voz que atormenta; porque sólo el que carga con la cruz conoce su auténtico peso.